LOS
SENDEROS ELÁSTICOS
Mi
historia con los libros
Ángela
Hernández Núñez
Límites
Nací en Buena
Vista, un minúsculo valle en la Cordillera Central , en el medio de la isla que
compartimos con Haití. Allí, salvo algún texto religioso, no había libros, pero
sí provocaciones para la imaginación. Una noche, en vísperas de las navidades,
salió por el norte un globo luminoso, cuyo tamaño equivalía a unas cinco veces
el de la luna llena. La información se regó rápidamente por las hileras de
casas. En breve, las personas de todas las edades llenaban la única calle. Con
los cuellos estirados, observábamos la esfera de luz dilatarse al compás de
quién sabe qué ritmo, hasta difuminarse en el firmamento. Nunca supimos qué
había sido ese fenómeno.
En esta zona de aguas
voluptuosas y duales –tanto caricia como amenaza–, el crepúsculo era marcado
por blancas bandadas de garzas y escándalo de pájaros. Las horas se medían por
las sombras proyectadas por las casas y, a falta de noticieros, al anochecer,
la gente se reunía a comentar rumores, mezcla de las nuevas traídas por
viajeros con hechos reciclados por la memoria popular y deliciosas extensiones
de imaginería, acicateadas por el morbo o la pura esperanza. A veces, de sopetón,
el destino local se conectaba con todo el exterior. Por ejemplo, en la década
del cincuenta, el dictador Trujillo, ordenó construir un campo de aviación
militar. Los efectos en la realidad local fueron notables. a) Técnicos y
trabajadores foráneos preñaron muchachas en flor; una vez terminada su misión,
partieron para siempre, con lo que quedó por primera vez en el sitio un grupo
de hijos de nadie, un nuevo estilo de huérfanos. b) El primer avión aterrizó
cuando aún no se había asfaltado el campo, quedando entre una nube de polvo que
impidió a los cientos de campesinos, desgranados desde las lomas vecinas,
capturar los detalles de la máquina voladora, la cual partió antes de que las sorprendidas
bocas concluyeran su ¡ah! Más adelante, después de muchos tumbos por el aire
con una humareda en la cola, un aeroplano aterrizó de emergencia. Fue todo lo
que acaeció en el campo de aviación, arado poco después, para impedir que en él
aterrizaran los aviones cargados de exiliados guerrilleros que venían a
derrocar la dictadura. La gente se mantenía atisbando los cielos.
En Buena Vista no
había libros, pero sí viva realidad para leer. Aparecían ciclones que doblaban
las casas y estruendos de granizos. El dictador venía al hotel Montaña a
apadrinar bodas y se decía que si se prendaba de la desposada, el cadáver del
consorte sería encontrado luego por los campesinos en la grimosa manigua. Durante
la revolución de 1965, había familias con hijos en la Capital ubicados en bandos
contrarios; quienes durante las batallas en la ciudad producían celajes o desandaban
los pasos en su pueblo natal. Había apellidos santos que generaban ángeles y
echa días y apellidos malditos que parían salteadores y cueros. En una casa, por
la que se eludía cruzar, el padre se ahorcó, la madre criaba sapos y serpientes
–se decía– y los hijos, un montón de varones, andaban desperdigados por el
sitio mostrando a cada rato sus instintos desadaptados y rencorosos. Había
niñas y niños recentinos, niños y
niñas anortados e infantes de Dios
que no llegaban a crecer porque eran de Dios. Abundaban las residencias de
turistas levantadas en verdes extensiones por las que se paseabanperros de
pelambres llameantes y hermosos caballos de paso fino. Había enfermos que guardaban
su ataúd bajo la cama, adquirido con los ahorros de años, a fin de no producir
problemas a los pobres vivos. La virgen Milagrosa visitaba cada atardecer a una
familia distinta; un guitarrista se moría de pena después de ofrecerles
serenatas a todas las solteras sin conseguir el favor de ninguna. MManuelico,
un hombre con un centenar de años, curaba cueros de reses para suelas de
zapatos y los vendía peinando a pie los poblados diseminados en las lomas; una
muchacha jugaba béisbol mejor que todos los varones; un despechado tomó negro
eterno y una despechada vidrio molido; había sueños y un hilo caliente en la
memoria…
Encuentro
En Buena Vista no
había libros… Es la causa de que los amara con fervor premonitorio. Ellos
cifraban la lumbre y la canora nostalgia, ¿de qué?
A los cinco años me
topé con la primera obra. Me encontraba en un banco de madera, aguardando por
mi madre, frente a dos jovenzuelas que hojeaban el libro. A veces me miraban de
soslayo y volvían a sumergirse en lo suyo. Yo estiraba el cuello, alcanzaba a
vislumbrar la figura de un niño. Sobresalían los colores dorado y azul marino.
No me atrevía ni siquiera a incorporarme. Mi mamá regresó con el dueño de la
casa, alcalde de la localidad, quien se suponía iba a curarme de la
conjuntivitis que cada dos o tres meses poblaba mis ojos de sangrientos
hilillos. Contrariado, Atilano Concepción, así le llamaban, arrancó el libro a
las muchachas y, sin decir una palabra, se dirigió a una alacena. Allí acomodó
el objeto en una caja de embalajes de arenques llena de algodón, tal si se
tratara de una reliquia. “Un vidrio de Belén”, murmuró mi intrigada madre. Se
daba por hecho que el vidrio de Belén era la cosa de máxima fragilidad
existente en la tierra, se podría desmoronar con un suspiro. Fue ésta la
primaria idea que concebí en torno a un libro: materia delicada, casi del otro
lado.
Hacía solo unos
meses que Atilano, en su condición de autoridad, había guiado a las tropas
gobiernistas por entre las montañas, en la persecución de los guerrilleros, o
barbudos como se les conoció entonces, quienes habían arribado al territorio
nacional con la quimera de derrocar la dictadura.
Luego que fueron
apresados, el alcalde, como hombre de confianza de los militares, tuvo la
oportunidad de conocer de cerca a los ilusos guerreros y conversar con algunos
antes de que los sacrificaran. Había uno muy joven. Al alcalde le parecía una
contradicción que aquel individuo escuálido y con cutis de mujer hubiera cargado
un fusil, una mochila repleta de municiones y un espíritu de combate.
“Campesino del coño, ¡cuántas veces te tuve en la mira. No disparé a los
guardias para no matarte!”, le expresó malhumorado el muchacho. “Los van
afusilar”, le replicó el alcalde. Después de apurar el café, el guerrillero le observó
condescendiente. “No se apure. Usted no tiene la culpa”, le dijo. Solicitó mantener
consigo el libro que cargaba en su mochila. Quería que después que lo fusilaran
se lo entregaran al campesino. Se trataba de La edad de oro de José Martí. El volumen exhibía una dedicatoria de
una línea, escrita con tinta carmesí.
Mucho tiempo
después, en 1997, durante la primera Feria Internacional del Libro en Santo
Domingo, mi hijo me regaló La edad de oro,
de José Martí, con la siguiente dedicatoria: “Para la madre más bella del
mundo, con la mente más clara en él. De: el hijo de la madre más bella del
mundo, con la mente más clara en él. Giordano Sosa”. En un instante, allí, bajo
la canícula del meridiano, mi memoria desandó un montón de años, hasta El Río
de Constanza, la alacena, la caja llena de algodón y el libro del joven
guerrillero. Evoqué la dedicatoria de una línea y con toda claridad vi que se
la había escrito la madre, para el hijo más bello del mundo con la mente más
clara en él. Libro y vida quedarían sepultados en las frescas y verdes montañas
de Constanza.
Al cumplir diez
años de edad, en uno de los tantos lugares en que viví, me obsequiaron una Geografía Universal, fruto de la
penitencia que las monjas del colegio impusieran a la hija de un general
activo. Recuerdo el color azul tierra en alto tono y el dibujo del sistema
solar en la dura carátula. Lo abría, después de extasiarme con su sola
presencia, y ahí, la Vía
Láctea , las constelaciones, cordilleras, cañones como de
fuego, fondos oceánicos, desiertos que desbordaban la página, cataratas, finos saltos
de agua, detalles de vértigo y asombro: ¿Todo eso existía? ¿Dónde se hallaban
estas maravillas?
En el hogar que me
acogía, en el barrio de la
Base Aérea de San Isidro, había una Biblia. Un regalo a la
familia de parte de uno de los marines, un simpático soldado puertorriqueño que
tocaba rancheras para las muchachas del barrio de alistados y al mismo tiempo
participaba en las incursiones de “limpieza” de constitucionalistas;
operaciones, dicho sea de paso, bendecidas por el cura capellán de la Fuerza Aérea
Dominicana, un viejo español tembloroso, con rango de coronel, miembro en su
juventud de las falanges franquistas. “Para que haya paz, hay que hacer la
guerra”, sermoneaba este sacerdote, aficionado a pellizcar a las niñas.
En soledad, cuando
me dejaban al cuidado de la casa, me embarcaba en La Biblia. Cataratas de letras. Laberintos de años. Apuré El
Génesis. Qué historia. Leí el segundo libro, y el tercero… y durante los días
siguientes enfermé -para no ir al
colegio-, arrobada por Abraham, Salomón, Ruth, David, Esther, los profetas,
Moisés, Job, Betsabé… y ese Dios terrible de pruebas y propiciaciones, que
tanto proveía como arrebataba. Páginas y páginas siguiendo a lágrimas vivas la zozobra
y encantamiento de gentes que interrogaban al cielo en busca de adivinar los
deseos de su Dios único, implacable y selectivo. Repasaba los desbordantes
textos del Viejo Testamento; los paisajes de fulgurantes desiertos, un mar
partido en dos por el poder de una frase, la fe productora de una sutil lluvia
de alimentos, una bella mujer que danza a cambio de la cabeza del evangelista,
una quinceañera sorprendida por un arcángel que le comunica que va a alumbrar a
Dios, un Jesús Dios enamorado de la abigarrada y doliente humanidad, las
setecientas concubinas del rey Salomón… Pronto les ganaría a las monjas en
careos sobre los contenidos bíblicos, granjeándome no pocas consideraciones
especiales.
En el próximo sitio
en que me tocó residir, a fin de cursar el siguiente grado escolar, entré en
contacto una joven señora aficionada a las novelas románticas. Y fue debido a
este hecho que empecé a devorar decenas de textos de Corín Tellado y Caridad
Bravo Adams, recibiendo una perniciosa –y gozosa– influencia en mi educación
sentimental. Todavía la padezco y si pudiera librar de tales lecturas a todas
mis congéneres lo haría, por aquello que bien dijera Simone de Beauvoir: la
mujer será libre cuando aprenda a amar con sus fuerzas y no con sus
debilidades… Entre aquel revoltijo de sombras borrascosas di con Ana Karénina
de Liev Tolstói, ante cuyas páginas la aritmética y la gramática se
volatilizaban.
Ya en el primer año
del bachillerato, en otro punto de la geografía nacional, y en otra casa, trabé
amistad con un vecino zapatero, ex cabo de la Fuerza Aérea. Una tremenda
cicatriz unía su boca a su oreja derecha. Habitaba una pieza atiborrada de
novelitas de vaqueros. Cada día acudía yo a su cuchitril, lo observaba cortar y
coser suelas y al rato me marchaba con una novelita en la mano. Al poco, me
creía que el zapatero era un personaje de Marcial Lafuente Estefanía porque
tenía los ojos como rendijas y se advertía que el hueso de su cadera estaba
acostumbrado al revólver. Había participado en numerosos duelos y salvado a
muchachas rubias, que en cada caso eran las más hermosas y desamparadas de sus
respectivas comarcas. Sin embargo, la franqueza con la que el zapatero platicaba
y reía conmigo me despertaba dudas, ya que los protagonistas de las novelistas
del oeste americano eran feos y duros, ninguno dedicaría su tiempo a conversar
con una adolescente que lucía como de nueve años.
Si no es porque
pronto la lectura de las diez primeras páginas me permitía predecir el curso completo
de las historias del viejo Oeste, éstas me habrían enviciado hasta aniquilar en
mí las sensibilidades gustativas.
Por fortuna, en el
colegio había una monja tierna, que nos enseñaba álgebra y se quitaba las gafas
para que advirtiéramos la claridad de sus ojos negros y otra monja de
nacionalidad canadiense, menudita y anciana, que nos ponía a cantar “Noche de
paz” en inglés y entre las dos prepararon para nosotros una vitrina en la que
reunieron libros como El diario de Ana
Frank, Mujercitas, Alicia en el País de las Maravillas, biografías
de santos y santas y dos o tres obras de autores dominicanos.
Un hecho hirió mi
conciencia, y por este corte experimenté el poder de la palabra. Los barrios de
militares, y por ende el colegio para sus hijos, se hallaban aislados por una
malla ciclónica; el ritmo de la vida lo determinaban las típicas rutinas de soldados
y los acontecimientos domésticos. Entretanto, en la ciudad de Santo Domingo, a
unos veinte kilómetros, sucedían protestas sociales, represión política y
enfrentamientos callejeros. Un día, en un acto conmemorativo de la Independencia Nacional ,
un grupo de jóvenes del último año presentó en poesía coreada “Hay un país en
el mundo” de Pedro Mir. Los estudiantes aplaudimos entusiasmados. Las monjas y
las restantes personas en el salón enmudecieron, pasmadas. Un poema social, un
poema comunista, un texto subversivo, una provocación… No daban crédito a lo
sucedido: un coro de hijos e hijas de militares presentando “Hay un país en el
mundo”, cuando en la base aérea, cierto general amenazaba con colgar de los
testículos, en la casa de guardia, al soldado que encontraran con cualquier
panfletito de esos que circulaban por doquier. Después de presentarse “Hay país
en el mundo” hubo interrogatorios, admoniciones, miedo de parte y parte. La
palabra entrañaba un poder enigmático,
pude colegir.
Al año siguiente
regresé a mi pueblo natal y mi familia decidió establecerse en Jarabacoa para
que nosotras continuáramos nuestro bachillerato. No solo pude permanecer dos
años en un mismo plantel, sino que fueron los más bellos y vivaces de mi existencia.
Nos zambullíamos en los ríos hasta empezar a ahogarnos, robábamos flores de las
ostentosas casas veraniegas, contaba con un grupo de compinches de mi misma
edad, leía “a la loca” los volúmenes de la modesta biblioteca del Liceo, me
aprendía a diario un teorema para satisfacer a la profesora de Trigonometría y
comía por tres. Nos gustaba sentir el frío, por lo que acordábamos acudir al
parque a las tres de la mañana con el pretexto de preparar los exámenes.
Tocábamos tambores y nuestros cantos despertaban a todo el mundo. El maestro de
música nos enganchó a bomberas. Detrás de la banda de música, uniformadas,
precedíamos las procesiones importantes. Por ese período gocé de la compañía
del ser más lindo, puro y amable de esta tierra. Se llamaba Nena. Una mañana
despertó manando sangre. Murió a los tres días.
Meses más tarde, me
mudaba a Santo Domingo. Conseguí alojarme en una pensión de una señora
laboriosísima, en Villa Consuelo. El calor era cosa de espanto. El aire
nocturno olía a frituras. Las persianas del cuarto, los huecos de la nariz y la
piel se cubrían de una película de aceite sucio. En las aulas universitarias el
aire caliente nos sumergía en un eterno sopor. El agua escaseaba. Muchas veces
debíamos bañarnos con una marmita de agua repleta de gusarapos. De noche,
deambulaba por el único y largo pasillo, escuchando las fiestas de nuestras
vecinas: vivían de “amigos”. Un día, una de ellas murió de súbito, por un
aborto. En el parquecito de enfrente pernoctaban agentes secretos de la
policía.
En esta pensión,
donde nos alojábamos mi hermana Lourdes y yo, además de diez hombres
–vendedores, estudiantes y empleados públicos– había un señor de setenta y
cinco años que sufría de cáncer en el colon. Se alimentaba de sesos de vaca.
Empezó una escena que se repetiría incontables veces. Él, en un extremo de la
mesa, con una cabeza de res en el plato; en el otro extremo, yo con un plato de
arroz y guandules delante –me había dado con ser vegetariana– conversábamos
animadamente. Don Carlos era pálido y con los días su tez ganaba blancura. Era
dueño de un único bien: un armario repleto de novelas que compartía solo con
una de sus hijas y conmigo. Gracias a él accedí a Alejandro Dumas, Fiódor
Dostoievski, Víctor Hugo, Juan Jacobo Rouseau, José Enrique Rodó, José
Eustaquio Rivera, Honore de Balzac, F. R. Chateaubriand, Liev Tolstói... Por ese
tiempo, cumplía yo diecisiete años.
El calor sobornaba
nuestro espíritu, acostumbrado a la neblina, a la fragancia de los pinares y al
agua corriente. Pero allí estaban los libros de Don Carlos, el apoyo de doña
Niña y la doñita cocinera, evangélica y callada, que traía guineos manzana y
galletas de avena a “las señoritas”, como nos denominaba a Lourdes y a mí,
gastando los centavos que de seguro necesitaba para su propia familia, ya que
criaba a tres nietos.
En la Universidad me
llamaban “compañera” y “camarada”. Era lo usual entonces. Alguien me entregaba
una bandera y la motivación para que echara a correr con ella en alto, en una
protesta contra la represión balaguerista, contra las fuerzas del
neotrujillismo y contra el criminal jefe de la Policía. Las bandas
parapoliciales asolaban los barrios; golpeaban, desaparecían o asesinaban a estudiantes, sindicalistas, choferes…
Marchamos en solidaridad con Vietnam, con Cuba, con Allende, contra asesinatos
de obreros portuarios, contra el imperialismo… Los policías y los militares nos
odiaban. Les ofendía nuestra condición de estudiante; y más, nuestra regia e
infundada soberbia. En cambio, el pueblo nos amaba con pena. Los choferes nos
cobraban menos que al resto de la población. Los carros privados nos ofrecían
bolas, bastaba que exhibieras tu regla T y algunos tomos bajo el brazo. En las
persecuciones se nos abrían puertas y personas desconocidas se convertían en
súbitos ángeles guardianes. Me gustaba eso. Y que me llamaran “compañera”. Lo
malo fue que se consideraba que todo debía servir al pueblo y si al pueblo no
servía no valía la pena. Un núcleo definía pueblo y definía lo útil y lo
frívolo. Un día mientras leía Crimen y
castigo, un sorprendido camarada me espetó: “Eso es mala yerba ideológica”.
Él jamás había sostenido un libro de literatura en sus manos, pero exhibía un
hueco en el cráneo, producto de las torturas recibidas en la cárcel, por irse
al campo, en el momento en que una parte de la izquierda, siguiendo la lección
del Gran Timonel Mao, consistente en “rodear las ciudades desde los campos”,
decidió: “Lo mejor al campo”. Y como ese camarada era de lo mejor, al campo lo
mandaron, en donde, lo apresaron al poco tiempo. En la cárcel lo mantenían
despierto las veinticuatro horas del día mediante luces inevitables. Le propinaron
culatazos en la cabeza. Y yo, sin otra gloria que de la ser estudiante, avergonzada,
devorando Crimen y castigo, o sea mala
yerba ideológica…
Durante el primer
año en la Universidad, leí los cuentos de Juan Bosch y Virgilio Díaz Grullón y
las novelas La Sangre de Tulio M.
Cestero (sobre la dictadura de Lilís), El
Masacre se pasa a pie de Freddy Prestol Castillo (sobre la matanza de
haitianos) y Over de Ramón Marrero
Aristy (sobre la explotación en los ingenios azucareros)… percibiendo en esas
narraciones lo recóndido y zozobrante del alma dominicana.
En éstas me
encuentro cuando debo decidir carrera. No es extraño, pues que me guíe por dos
simples criterios, desvinculados de vocación: a) La menor incertidumbre. Una
carrera exenta de inquietudes metafísicas, que ya excesivas eran las dudas que sobrellevábamos
en un país donde todas las semanas se anunciaba golpe de Estado y en las tumbas
aparecían pintadas manos blancas, evidencias de las veleidades de la izquierda
lo primero y del azote de los para policiales lo segundo. b) Utilidad para el pueblo. Elegir carrera que
ayudara a la independencia tecnológica y científica (emular a Cuba. Ni
imaginábamos como era el asunto con la
URSS ). De manera que había que inclinarse por la exactitud y
por el desarrollo. La palabra acero, entonces poseía un peso especial. Me
encontré inscribiéndome en Ingeniería Química, por un motivo irracional:
contenía todas las materias difíciles, aquellas que me exigían los mayores
esfuerzos intelectuales. Entrañaba un auténtico reto, y como desafiar forjaba
el carácter, ahí estaba yo, en duelo abierto con la tecnología, las ciencias
exactas, las combinaciones precisas.
Me encontré absorta
en literatura científico-tecnológica y política. La escasa motivación la
compensaba con el discurso de la importancia y la utilidad. Y ya que estamos en
esto, vayamos con estoica disciplina revolucionaria: Termodinámica, Qué hacer
(Lenin), Fisicoquímica, Naturaleza de la materia inorgánica
(Engels), Diseño de reactores, Dieciocho Brumario (Marx), Operaciones Unitarias de la Industria , Reportaje al pie del patíbulo, los cinco
tomos de Mao Tse Tung, Balance de materia
y energía, La historia del PCUS, Espectrometría, El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado… Llegué a
experimentar raptos de pasión por las ecuaciones diferenciales, la física cuántica
y la cristalografía, no así con las teorías sociales y la economía política
(grados Nikitin, Martha Harneker junto con grados como El capital), tragos poco gentiles para mi estrujado estómago.
Durante el riesgo de mi primer parto, como pasaba unos días sin
responsabilidades, devoré un tomo de una enciclopedia dedicado a la literatura.
Una modesta transgresión en medio de tanta lectura comprometida y
comprometedora.
El taller de
literatura César Vallejo de mi universidad se reunía los sábados por la tarde.
En muchas ocasiones, me sentaba afuera, en la acera, a escuchar las lecturas y
los diálogos. Criticaban a la generación dominicana de posguerra, o del 65,
levantaban al Neruda de Residencia en la Tierra y dejaban caer
al Neruda del Canto general; eran
irreverentes con los poetas y escritores que empleaban la poesía “como un arma
cargada de futuro”, leían a Georges Bataille y Jean Baudrillard… Buscaba algo
nuevo. Algunas de esas discusiones me cautivaron. En otras percibía
presuntuosidad; pontificaban y juzgaban. De ahí saldrían varios de nuestros
mejores poetas y escritores, hombres y mujeres, de lo que luego se llamaría
“Generación de los ochenta”.
Hasta que logré trascender
las nociones de utilidades y cientificismo, al aceptar que el lenguaje de mi espíritu
no compaginaba con los doscientos términos de la política de entonces y menos
aún con las fórmulas de las llamadas ciencias exactas. Incómodas incertidumbres
y furtivos movimientos de la imaginación, no constituían una elección sino un
hecho. No se trata de lo bueno y lo malo, sino de la naturaleza de cada
persona. Debía admitir mis auténticas inclinaciones y distinguir hacia dónde me
conducía mi tozudez taurina. Retorné, un poco a ciegas, a la poesía y a la
ficción. Trabé nuevas complicidades alrededor de los hechos creativos, nuevos
amigos y amigas. Hacíamos poemas al alimón. Leíamos a Borges, Franklyn Mieses
Burgos, Luis Alfredo Torres, Zacarías Espinal, Juan Sánchez Lamouth, René del
Risco, Dantes, Vicente Aleixandre, Rimbaud, Breton, Huidobro… De pueblo en
pueblo, acudíamos a leer poesía en veladas que se extendían hasta el amanecer.
En este tránsito
tuve la fortuna de leer escritoras cuyas obras distaban de las rosáceas
producciones de Corín Tellado y Caridad Bravo Adams. Doris Lessing, María
Zambrano, Monserrat Roig, Simone de Beauvoir, Marguerite Yourcenar, Clarice
Lispector, Marguerite Duras, Isabel Allende, Jeannette Miller, Aída Cartagena…
me mostraban aristas y planos deslumbrantes. Cuando comprobé que las mujeres
escribían de verdad, entendí cuánto había refrenado mi vocación creativa. Esta
conclusión llegó justo en el momento oportuno. Jamás desdeñaría una luz de la
realidad, por extraña, inútil y subjetiva que fuera.
Nexos
Del nexo con los
libros se derivan conclusiones de mi interés, y espero que respondan por igual
al de ustedes.
En nuestra sangre
hay escritura, letras; ancestrales intuiciones hacia ese tramado de memoria
visible en pictografías, códices, pergaminos y volúmenes. Eslabones y
resonancias que se confirman cuando aprendemos a leer.
Los libros poseen
el atributo de la democracia. Tal vez de la única que se preserva como
calidoscopio espiritual del que parten los senderos interiores: punto de
encuentro y combinatorias con los exteriores. Cierto es que los regímenes
autoritarios o doctrinales proscriben lecturas. Pero los libros se mueven
misteriosamente y llegan a cualquier mano a través de sinuosos recorridos.
Artaud, Camus, Beckett, Ionesco y Genet se mostraron en un cajón de un
escritorio a Gao Xingjian, Premio Nóbel chino, dejados ahí con deliberación por
un traductor francés. Con ello se iniciaba un intercambio entre el joven chino
y el traductor sin que mediara una palabra. Quizás la semilla de la que
floreció la vocación que luego gestaría La montaña del alma. El hecho lo cuenta
Sergio Pitol en un ensayo aparecido en Xinesquema No 2.
Conozco talleres
literarios en mi país que funcionan en barrios con cien mil habitantes en un
kilómetro cuadrado. La tiranía de la miseria produce todo tipo de privaciones,
sin embargo, algunos de los muchachos y muchachas que integran esos grupos han
leído mejor literatura y poesía que la mayoría de nuestros funcionarios
públicos, por mencionar un sector con poder adquisitivo. Libros viejos que
pasan de una mano a otra. Cuando yo comencé a escribir, uno de esos jóvenes me
dio a conocer a Nikos Kazantzakis y a Séneca. Sus ojos se llenaban de esplendor
cuando repetía versos de Angelos Sikelianos, John Keats y Milton.
Desafortunadamente, en circunstancias adversas, como las que rodean estos
talleres literarios, se avanza con euforia, pero solo hasta cierto punto. No
obstante, uno que otro tendrá el coraje de saltar el muro cuando éste se
interponga, como sucederá, entre su sedienta esperanza y la sobrevivencia
material y cultural.
Los libros
propician amistades y encuentros peculiares, guardan y distribuyen el impulso
del alma de quien los escribiera. Se manifiestan, se desplazan, traman
sugerencias.
Aun los volúmenes
que ardieron en las intolerancias y el miedo hallan su poco de eco en la
memoria colectiva.
Los libros
dispersan las tentaciones fundamentalistas, diluyen terrores y elevan la
capacidad de la mirada. Leer La
Biblia , El Corán, el Popol Vuh, el Bhagavad-Gita, el Iching…
nos flexibiliza y acaso afirme nuestra propia fe, porque al conocer la ansiedad
de tantas búsquedas, reconoceremos el error que introduce el prejuicio y la
avidez de dominación; sabremos que las verdades son este tanteo en el que cristaliza
un lenguaje paradójico, contradictorio en apariencias. Las interpretaciones
jamás deberían correr contra el espíritu de la bondad, la convivencia y las
infinitas interrelaciones entre todo cuanto existe. Mientras más abarca la
mirada, mayor será la franja destinada a la creación que funda en el presente.
Mientras más flexible y firme el carácter, más vigorosa y valiente la humildad
que se forja.
Es probable que sea
en la conciencia de angostura y apremios en donde incube la fascinación por las
letras.
Toda persona
autodidacta a menudo tiene ante sí, como una maldición y como un acicate, la
presencia del límite. Me identifico autodidacta, aunque hiciera una carrera
universitaria, porque en cuanto a la escritura, todo el camino ha sido privado,
hecho a ratos libres y de manera paralela a las obligaciones con la familia y
la sociedad. Reconozco los germinativos bordes de los límites y los paisajes
penumbrosos y provocadores en los que colindan imaginación y pensamiento.
No me acerqué a la
literatura por amor al arte ni con pretensiones de dar con una estética, sino
por la intuición de vivas complicidades, la sed de nexos y de oxígeno, las
abruptas rupturas y ausencias, confluyendo, como voz que termina en aguja,
hacia un pasto escondido en esa materia enigmática que es un libro: tabla
constituida de conversaciones y ventanas.
Presentado en
Madrid, durante la semana con la literatura dominicana, en 2002, organizada por
editorial Siruela y el escritor
Danilo Manera.
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