Cuento de Ángela Hernández Núñez
MASTICAR
UNA ROSA
Mis ojos todavía eran verdes. En la boca, en
vez de dientes, tenía ventanitas. La gente se lamentaba viéndome trabajar. “Tan
pequeña, metida en una cocina, un día de estos se va a quemar”.
Pero yo era dichosa en la alquimia compleja
de la ristra del ajo, los granos de habichuelas ablandándose, las mezclas
olorosas de las naranjas agrias con los ajíes picantes, las transformaciones
que sucedían a mis juegos.
En mis ojos, desollados por la humareda de
palos tiernos que ardían en el fogón, había alegría. El lugar tenía brechas y
ventanas, un mundo fresco, oliendo a peras maduras y bosque, entraba por ellas.
El presente equivalía a lo que abarcaran mi corazón y mis miradas.
Cuando iba al río, una batea de ropas sucias
sobre mi cabeza, miradas conmiserativas seguían mi figura, tambaleándose dentro
del cuadro de aire en el que disfrutaba haciendo equilibrios, sintiendo mi
cuerpo capaz de ponerse en eje con el cielo y la tierra, y de unir a ambos con
la corriente cándida de las venas.
El día me pertenecía. Durante horas,
provocaba espumas, avivaba las brasas con el aliento de mis pulmones, vivía la
intimidad de la ceniza y el agua. Lavar ropas era recurrir al agua, al fuego, a
la destreza de las manos. Agua, fuego, manos... Las manos primero se arrugaban
y crecían, después se me iban desprendiendo tiritas y las uñas se quedaban sin
bordes.
Si yo callaba, todo lo demás soñaba. Huevos
empollando, arritmia de yeguas musculosas, acunando en las mataduras de los
lomos la avidez inescrupulosa de los insectos. Animales en el preludio del
celo. Dominio de aves y humedades. Cosas que caen o se desorganizan, en tanto
otras germinan, en movimiento incesante.
De vez en cuando, un repentino susto. El
ángel deslizándose por la pomarrosa a mi costado izquierdo. Es sordomudo, ya lo
sé, pues ignora los saltos de mi corazón. Contempla la fotografía que trae en
una mano y vuelve a encaramarse hasta la copa del árbol.
Bato palmas, chapaleo en el agua, silbo, mas,
como en otras ocasiones, me ignora. Superado el miedo, solo quiero que el ángel
note mi presencia.
Era yo la cuarta de las hermanas y la octava
del grupo. Sin embargo, era la mujer que quedaba en la casa, después de mi
madre. Las hembras se van primero, aprendí. No es menester que se enganchen a
la guardia o consigan empleo. Se marchan con un hombre, a los conventos (las
monjas siempre están activas, detectando niñas con vocación de encierro) o a
casa de parientes, a fin de ayudar en los quehaceres domésticos o reemplazar
completamente a las mujeres de esos hogares en el trabajo. Basta un escalón por
encima de nosotras para disponer de nuestra energía.
Noraima, la mayor y más amada de las
hermanas, se fue con un hombre. Mi madre lloraba, nosotros corríamos de un lado
a otro detrás de ella, sin entender qué había de tragedia en este acto de
delirio; partir a prima noche, de manos de un joven de cabello brillante, hacia
un lugar ignorado y con un destino ignorado, mientras los hermanos adultos
recorrían el monte, armados de machetes, supuestamente dispuestos a
ensangrentar el honor, ya que no era posible restituirlo.
Ah, Noraima, tan hermosa, daba éxtasis
contemplarla. En las mañanas se levantaba con un espejito en la mano, y de pie,
en la ventana, observaba su imagen sin pestañear. Luego, se empolvaba el
rostro. Sorprendida aún por la vehemencia de sus propios ojos, llegaba a la
cocina a atizar las brasas, sobre las que hervía el agua para el café.
Preparaba éste y a cada uno nos distribuía un poco con un trozo de pan o
casabe. Le disgustaban los oficios domésticos, con razón se marchó. Debió
cuidar a los hermanos menores, soportar las presiones de los mayores que ella
(quienes se sentían responsables de protegerla, y al no saber cómo cumplir esta
obligación, la exprimían igual que se hace con una naranja, exigiéndole
cuidados y atenciones con sus ropas y comida, pretendiendo que aprendiera a ser
mujer) y encima, sobrellevar los problemas de una belleza que se erigió
demasiado pronto en su cuerpo adolescente.
El maestro de la escuela no quería salir de
nuestra casa. Los domingos venía del pueblo un hombre gordo y risueño, trayendo
cajas repletas de alimentos, que entregaba a nuestra madre, y golosinas para
nosotros. Deseaba obsequiarle una casa amueblada a Noraima. No podía entender
que ella rehusara este regalo. Nuestra madre no hallaba forma de echar al
hombre. Decía que su hija no iba a ser amante de un rico, que una mujer que
vende el culo vale menos que una gata en calor.
Los varones hormigueaban detrás de mi
hermana. La perseguían con fervor los locos, creo que en verdad no se le acercó
ni uno que estuviera en sus cabales. “Con tornillos flojos en el caco”, decía
mi madre, profundamente preocupada por el influjo de Noraima sobre tipos que al
parecer buscaban en la honda y clara paz de sus ojos, la lucidez de la que
carecían. El rico, por ejemplo, se reía absurdamente, lo mismo en un velorio,
que comiendo o relatando una desgracia familiar. De la hija fallecida, hablaba
con una risa nerviosa. De negocios, con una risa tartamuda. De su esperanza en
relación a Noraima, con una risa lúbrica. Su arrebato nos inspiraba seriedad.
Al maestro de la escuela nadie lo hubiera
deseado para marido de una pariente. A cada rato, los padres, tímidos ante su
autoridad, se veían obligados a querellarse por los hematomas que traían los
hijos en nalgas y extremidades. Incluso a mí, hermana de Noraima, me apaleó
porque le extravié un lapicero que me había prestado, precisamente por ser
hermana de Noraima.
Noraima era el porvenir de la familia, y se
fue sin más, con un guardia raso (que si hubiera sido oficial, por lo menos),
dejando plantado al pretendiente aprobado por todos. Berto, se llamaba. Tenía
ojos de bello color azul, y muertos. Muertos los ojos, que mirarlos era como
ver una página en blanco. Mi madre les colocaba dos sillas en la sala, sentándose
cerca de ellos para vigilarles. Inútil labor, Berto ni siquiera daba una mirada
sospechosa, ni deslizaba la mano, no hacía nada de lo que yo esperaba. Decían
que iba a heredar un colmado. Noraima no lo quería, y también por eso se fugó
con el primo, guardia raso.
Nuestra madre sollozaba. No esperaron que
entrara la noche para escaparse. Ni siquiera esperó cumplir los catorce años. Y
el pobre Berto… (Yo figuraba a mi hermana echando una carrera calle arriba
–única calle–, lamentándome porque sus enamorados ya no nos traerían
golosinas).
Algo mejor llegó de Noraima: un par de
zapatos blanco para mí y sendos para mis otras hermanas. Tres pares de zapatos
resplandecientes, con correítas y hebilla sobre el talón. Quise tirar enseguida
las descoloridas zapatillas que poseían el don de nunca acabarse (venían de pie
en pie, de hermana a hermana, sucediéndose su uso). Mas, terrible suerte, los
zapatos blancos no coincidían con mis pies, desproporcionadamente grandes. No
logré ajustarlos, ni aceitándome la piel ni cubriéndome las plantas con espuma
de jabón. Tampoco valió rellenar apretadamente el calzado con trapos, por
varios días. “Son buenos, como no hemos visto antes, por eso no anchan”, sentenciaban
para mi pesar.
Mi madre los vendió a la familia Marte. Y vi
mis zapatos luciéndose en los pies de la hija de mi misma edad. Le iban bien con
su vestido de organdí y sus cintas en la cabeza, le entonaban con su pulcra
vestimenta. En la misa, ojeaba sus pies y era como si descubriera algo mío, que
no iba conmigo. Imaginaba que la mariposa que revoloteaba encima de mi cara,
mientras fregaba los trastos, también iba figurar cualquier día postrada en la
falda vaporosa de la niña.
Cuanto de valor llegaba a la localidad,
terminaba en la familia Marte. Como un imán que limpia el entorno de metales,
alrededor de sus bienes, quedaba la limpia pobreza de los otros. Hasta las
tierras nuestras se agregaron a las suyas, cuando nuestro padre, gravemente
enfermo, desquiciado por el médico más próximo, quien por dos años confundió
una úlcera estomacal con un fallo de la próstata, debió vender la finca a bajo
precio para irse a curar a la
Capital. El ulular de la ambulancia anunció su regreso, una
semana después. Vino a agonizar a su casa, con una larga costura en el
estómago, vacíos los bolsillos, fundida el alma, por el dolor que no le impidió
cobrar conciencia de la orfandad en que nos dejaba.
Aprovechando un viaje al pueblo, mi madre me
compró unos mocasines de goma, el ingreso por los zapatos blancos no había
alcanzado para más. Negros y feos, me encantaron. Poca atención presté a las
palabras conminatorias: “Pruébatelos bien. Mira si te aprietan. Si los
ensucias, no los cambian en la tienda”. Me medía la pieza del pie derecho, y
con el conocimiento que de rechazarlos estaría obligada a esperar que alguien
fuera nuevamente al pueblo, lo cual podría tomarse considerable tiempo, exclamé
presurosa: “Me sirven, son cómodos”, generalicé. Todavía mi madre reiteró: “Yo
los veo muy ajustados. Con esos vas para la escuela este año entero. Mejor que
te queden anchos, para que no los vayas a dejar pronto”. Aseguré que me iban
perfectos: “¿No ve usted lo bien que me quedan?”
Luego, aterrorizada, comprobé la disparidad
de mis pies. En el izquierdo, el calzado me aprisionaba hasta lo insoportable.
Pero a nuestra madre, que trabajaba más horas de las que tenía el día para
mantenernos vivos, no podía irle con el cuento de un pie más grande que otro.
Sufrí estoicamente el martirio.
Lo más vivo de la primera comunión fue que
tuve que permanecer parada durante horas. La estrechez agotadora, en la que
estaban metidas mis extremidades inferiores, me destrozó los talones. Rígidas
protuberancias cuajaron en mis ingles. “Secas”, diagnosticó luego mi madre,
ensalmándolas para que no fuera a lisiarme esta inflamación de los ganglios
como una merecida penitencia por mis múltiples pecados, entre los que destacaban
“los malos pensamientos”; peor todavía,
no saber cómo discriminarlos. “Malos pensamientos que no vengan”, y estos acudían
prestos, porque cualquier cosa, como pensar en el cuerpo, era arriesgada. Trataba
de no mirar jamás mi sexo, pues los ojos lo introducían al pensamiento: Pecado.
Igual que descubrir a mis hermanos cuando orinaban. Oír el chorro, mal
pensamiento; enseguida imaginaba el pene dando lugar a la fuente. ¿Cómo no
tener malos pensamientos? Dormíamos todos en una sola habitación. Alejar de la
mente ciertas partes del cuerpo, así como lo que con ellas se hace, era
imposible, pues en el esfuerzo de distanciarlas, las pensaba. El pensamiento
era como una tira elástica. La extendía al máximo, cuando la soltaba, golpeaba
mi mano. La inevitabilidad del pecado, todos somos pecadores, confesarse antes
de comulgar. Manera de limpiarse, para volver a mancharse. En la infinidad de
seres sólo ha existido uno sin pecado, la Virgen María. Yo, siempre
con los mismos pecados: Me cruzaron malos pensamientos, falté el respeto a los
mayores, sentí malas intenciones, fui soberbia. El repertorio conocido de
faltas. Pero, como todo mortal, vivía en defecto, merced a la desobediencia de
unos ascendientes tan lejanos, que resultaban inimaginables en su pureza
inicial.
De seguro, me sentía más corrupta que Nerón.
La penitencia de los mocasines constituía una prueba de mi deseo de pureza. La
merecía, sobre todo, porque incluso haciendo el esfuerzo más grande, no lograba
mantenerme despierta durante el rezo del rosario. La monotonía de las avemarías
atontaba mis ojos. Los labios continuaban respondiendo cuando ya hacía rato que
dormía.
Los ángeles iban descalzos. Lo había
comprobado con el ángel sordomudo del río. Pero él no me hacía caso, aunque me
colocara debajo de las plantas de sus pies. Andar con los pies libres debía ser
el premio a su pureza. No tocaban el suelo, por eso podían ir con los pies
desnudos. A nosotros, en cambio, se nos entraban huevos de lombrices, o de las
terribles siete cueros, plasta de culebrillas coloradas, exageradamente vivas como
para devorar un vientre. Los ángeles no cogían parásitos. Era la razón de que
me fascinaran.
Si fácil resultaba aguantar por vía mística
el pavor de mis pies aprisionados, no sucedía lo mismo en el ámbito de la
escuela. Temprano, ponía los mocasines en agua tibia enjabonada. A las dos de
la tarde, me los ajustaba y emprendía la carrera hasta el plantel. Enseguida,
me los desprendía, ocultándolos detrás del muro en que se apoyaba la pizarra.
Ir descalza durante el recreo, pisar el suelo fresco del aula, eran
circunstancias deliciosas que concluían abruptamente a la hora de salida. Mis
pies, expandidos en la libertad, debían regresar a los zapatos.
Armada de valor, después de seis meses de
oscura mortificación y con llagas en las puntas de los dedos y en los contornos
de los pies, le solicité gravemente a mi madre que los cortara en la parte
trasera, a fin de convertirlos en chancletas. Argumenté sobre el crecimiento de
mis pies y el calor, tanto sudaban que estuve al tris de desmayarme en varias
oportunidades.
Me decidió la visita cursada por el Director
Regional de Educación a nuestra escuela. Durante ella, no pude librarme de los
zapatos. El maestro, para colmo, me ordenó recitarle el poema de los padres de
la patria. Me lo había enseñado mi hermano Paúl, yo lo modificaba
introduciéndole oraciones musicales.
Mi palidez y sudor debieron impresionar al
huésped. Pidió al maestro me permitiera sentarme, pero éste quería ostentar sus
logros e insistía: “Esta niña es muy despierta. Usted verá qué memoria tiene.
Vamos, Cristina, recítale la poesía”. Desfallecía. Hube de agradecer la
generosidad del caballero ante mi lividez: “Déjela sentarse. Otro día recita.
Hoy quizás no haya comido”. (Si mi madre hubiera oído esto lo habría
considerado un insulto).
Después vi que no sólo los ángeles estaban
descalzos, sino también los muertos. Ya no tuve miedo a que un día me sepultaran.
“Esta niña es dura de corazón”, comentaron cuando trajeron el cadáver de mi
hermano mayor. Unas gentes lloraban por las circunstancias en que murió. Les
daba rabia que fuera él precisamente el único guardia que mataron los
guerrilleros, antes de que los guardias mataran a todos los guerrilleros.
Simpatizaban con los muertos, igual con mi hermano que con los guerrilleros.
Las mujeres adultas sufrían ataques y caían al suelo. Mi madre estaba vuelta
lágrimas, rememorando en voz alta pormenores de la crianza del hijo, desde el
embarazo hasta que se enganchó a militar. Desde ese momento nunca dejó de
enviar diez pesos mensuales, en base a los cuales podíamos disponer de crédito
en el colmado de los Marte.
Yo adoraba a mi hermano. Y recordaba
especialmente cuando me levantó del suelo para explicarme por qué la imagen de
Jesús tenía el corazón afuera. Sin embargo, no podía llorar de pena como los
otros, porque mi hermano al fin se había quitado las gruesas botas e iba
descalzo como los ángeles. Algún día lo vería bajar y subir por la pomarrosa,
contemplando mi retrato en la palma de su mano. Él no me haría caso, pero igual
estaría allí, sin tener que pelear con nadie.