LA CUALIDAD DE LA NOSTALGIA
_Ángela Hernández Núñez
No me dejas cerca
En el reino del sueño de la muerte
Déjame también vestir
Con tan deliberados disfraces.
T. S. Eliot[1]
T. S. Eliot[1]
Sin velar su nueva cara, llegó
a casa hace una semana. Mi marido se hallaba en el traspatio, podando las
cayenas; soltaría de golpe las tijeras y aguzaría su oído ante la voz que le
confirmaba el inquietante regreso.
De entradas, el alborozo, la
instantánea comunión. Debe efectivamente haber cambiado, pienso a seguidas,
mientras observo la elegante maleta de cuero y el desempacho sugestionador del
recién llegado. Todavía no ha preguntado por el resto de la familia, e inquiere
si puede quedarse unos días. Trato de disfrazar mi desasosiego, y ya estoy
escuchándome responderle: «Claro Román, mi casa es tuya». Lucero irrumpe en la
sala, exaltada con los retorcimientos de una lombriz, doblada sobre una ramita.
La faz del visitante, por un momento, fulgura con notoria intensidad. Calla, mira a la niña y me escruta, en ademán
candente e involuntario. Interrumpido por la presencia de mi marido, cambia de
aspecto con prontitud. «Doctor Héctor Medina», exclama, y extiende la diestra
que el otro aprieta luego de un brevísimo titubeo.
En cualquier momento va a
hablarme de su vida en los últimos años, viéndose forzado a justificar sus
ocupaciones. Si presiento su disposición de abrirse, me alejo presta.
«Execrable», masculla Héctor, esquivándolo a toda costa. El incorruptible
Héctor, el buena conciencia, opina que el nombre de Román está tallado en lodo.
«Execrable», «espurio», martillea a mis oídos con tono de abogado en tribunal;
y yo siento helárseme la médula en el esqueleto, exactamente como la vez que le
escuché decir: «Se rajó», y no quise ampliaciones.
Pasan dos días, suficientes
para comprobar que Román ha oscurecido: Ya no puedo leer en él. De noche,
deambula por la casa, fumando sin parar. En ocasiones, fija sus ojos en los
míos. Espera le mencione a los amigos íntimos comunes. Ya me oigo explicándole,
Riegan rumores. Te consideran un traidor. «Román emponzoñado, emplea el recurso
delicado de la violencia para fines abyectos». «Reyezuelo de rufianes». «En
Macorís, testaferros desalmados regentean sus negocios».
Héctor marchó a Barahona,
donde dirige el Centro Universitario Regional. Pude haberme animado a
convencerle de que mi sentido de justicia aparta y condena a Román; pero se
habría resentido mucho más. Su gusto por la verdad representa su trofeo de
batalla. Hiere y se desquita, nunca sin contar con evidencias irrefutables.
Ayer decidí irme a la playa
con Lucero. No hice partícipe del paseo a mi huésped. Él tampoco mostró interés
particular. Despidiéndome, retuvo mis manos entre las suyas. ¿Estaban frías sus
manos? Intento recordar su temperatura en aquel momento en que me dijo: «Eres
la persona que más me importa de este mundo, de antaño y del futuro, de
siempre», acometiéndome un estado de delírium trémens, no por el enunciado,
contenido en mil detalles compartidos, sino porque adivinaba una secreta
filiación entre sus palabras y su preferencia por el riesgo, propensión que
progresaba en él como hongos abultándose después del aguacero.
Despierto de madrugada.
Alguien pisa la hojarasca con suavidad. Permanezco escuchando. Con movimientos
despaciosos, retiro las mantas de mi cuerpo. Me incorporo. Tanteando, camino
hasta la habitación de mi hija. Cierro cada una de las persianas. El fluir de
mi sangre parece que fuera a convertirse en hecho audible. Atisbo a través de
una persiana entornada. Cae una almendra. Por la calle pasa un automóvil a insólita
velocidad. Al cabo de pocos segundos, se escucha un chirrido de frenos. Me
acerco al cuarto ocupado por Román, entreabro la puerta.
Afuera las pisadas se dirigen
hacia el lateral izquierdo de la casa. Hacia allá me desplazo, pegada a las
paredes. Creo captar el jadeo de una respiración. Ric ric ric… ¿Gira una llave
en la cerradura? Por la caja de la estufa, un ratón se precipita en golpe seco.
Entre mis senos se cuela un insecto. Otra vez el chasquido en la cerradura.
Abren la puerta de hierro que da acceso a la calle. Pasa un autobús. Debe estar
amaneciendo. Nada sucede. Son mis nervios, excitados por la humedad de agosto.
Quema el cuerpo. Introduzco la cabeza en una cubeta de agua fresca. Las huellas
del sol se apagan en mi epidermis; en su lugar, escalofríos, y esa inquietud
que me provoca el hombre dormido a pocos pasos; no el querido con fijeza, con
brío y furia, sino el que se tumba tranquilo sobre espadas. Si ahora lo
estrechara, en seguidas lo aborrecería. Empujo un poco más la puerta…
Yo conocía ese pecho. Vi sus
vellos, como ligeras raíces en temporada de lluvias, irlo tupiendo. Conocía
esas tetillas desde que no eran más que pardas manchitas, no diferentes a las
mías, e íbamos ahondando en juegos acoplados. ¿Quién dura más tiempo debajo del
agua? ¿Quién escala primero esta palma?
Yo conocía esas axilas. La
saliva sobre el labio. El cuello, en el que una vez palpé músculos y fibras,
advirtiendo la pelusa castaña sobre el mentón y la nuez de Adán redondeándose.
Yo conozco el tono de esas uñas. Sé los emplazamientos de cada lunar y la
hondura aproximada de las concavidades. Conozco el perímetro de la espalda y
los hilos ámbar curvados en esas pupilas. Sé de sus vértebras, tanto como del
caracol amargo de su oreja. Yo conocí ese cuerpo, que podría acunar el plomo y
convertirse en pasto para las moscas.
Dejo a Lucero en el hogar de
su abuela. Román me echa los ojos encima, con mensaje confuso. No se ha
acercado directamente a la niña; sin embargo, tampoco ha desaprovechado
oportunidad para agradarla. Al salir de la casa, le ofreció un caballito de
plata. La pequeña lo examinó unos segundos y lo metió rápidamente a su mochila.
«Gracias», dijo, mirando hacia las verjas.
Mi marido llama desde
Barahona. Me coloco de espaldas a la sala, donde se encuentra Román arrellanado
en un sillón, y aprieto el auricular contra mi oreja. Doy rodeos. Respondo con
frases evasivas a las insistentes interrogaciones de Héctor.
Rechazo el teléfono (Héctor me
llama cada cuatro horas). Evado la conversación con Román y me voy a la cama al
atardecer. En mis sueños surge una sombra que va cobrando forma alucinante
entre las aguas del mar. Su vistoso colorido contrasta con la ferocidad de su
expresión: mezcla de guacamayo, escualo y perro rabioso. Rompe como un rayo la
superficie del agua, brinca a la altura en que planea una gaviota y con sus
dientes de sierra le arranca las alas. El ave ensangrentada, aún viva, cae a
mis pies. Boquiabierta y paralizada, como si fuera lo único importante en el
momento, yo me centraba en convencer a la persona a mi lado de que la bestia
acuática de lustrosa apariencia e instinto asesino era un leviatán. No podía
ver la cara de mi acompañante. Desperté con el pecho acalambrado. Un agudo
dolor de cabeza me empañaba la visión. En la mañana, salí para mi oficina con
inusual retraso.
El día siguiente, sábado, a
las diez de la mañana Román sale, siendo la primera vez que abandona la
vivienda desde que es mi huésped. Penetro a su cuarto. En el anaquel encuentro
su maletín. Está cerrado. Registro la cómoda, reviso debajo del colchón y en
los bolsillos de las camisas colgadas. Un manojo de llaves está a simple vista,
junto a la crema de afeitar, un estuche de lapiceros y unas monedas
extranjeras, sobre la breve repisa. Pruebo en el maletín la llave más pequeña.
La cerradura cede. En la sección más ancha del revés de la cubierta doy con un
paquete de fotografías. Las distribuyo sobre la cama. Llama mi atención la
imagen de una mujer negra, con el cabello trenzado al estilo jamaiquino,
repetida en varias de las fotografías. Me detengo en su rostro vivaz, en su
vestido inmaculado, en los cordones amarillos, verdes y rojos que cubren sus
muñecas. Evoco aquella frase brutal, con la que un viejo contrincante resumía
el estado de Román en prisión: «Lo caparon». Devuelvo las fotos a su lugar.
Abro la maleta. Una camisa crema y una blanca, cuidadosamente planchadas,
cubren la parte superior de la valija. Debajo destaca una corbata de seda roja,
anudada, lista para vestir. Me la llevo a la nariz. Aspiro. Entre los objetos
misceláneos del fondo, prendo mis ojos a un fajo de cortaplumas. Sus barrocos
diseños hacen pensar en la labor de un coleccionista. Encuentro dos manuscritos
en italiano, firmados con el nombre de Franches. Descifro algunas oraciones.
Mis dedos tiemblan. Una ráfaga punzante atraviesa mi cráneo. Acelero la
búsqueda. Revuelvo todo. Intento volver cada cosa a su sitio original.
Cuando Román retorna, cargado
de frutas, frascos con leche y los diarios, lo recibo con una sensación de
remordimiento. Sobre él pesan patrañas, me digo. Suena el teléfono. Román corre
hacia el aparato, es cuando descubro que entre los pliegos de los diarios ha
escondido unas piezas metálicas. Voy a mi habitación. Él me informa que la
llamada es para mí. Por el auricular, la abuela de mi hija me saluda con
sequedad, poniéndome a la pequeña. Lucero, entre sollozos, me reclama que la
busque «ahora mismito». Más tarde se escucha otra vez el timbre del teléfono.
Román se abalanza sobre el aparato. Habla en voz baja.
«Estás en juego. Vine a protegerte», me dice sin más explicaciones, mientras monda mangos y piñas con habilidad de experto. Empiezo a elucubrar sobre su estado mental. Suelta el cuchillo y levanta los ojos, mirándome con pasmosa calma. Estoy segura que está mirando mis pensamientos. «Me he visto obligado a hacer ciertas cosas», dice. ¿Cosas? ¿Cuáles cosas?, pienso, sin preguntar. «He venido a velar por ti», me dice, escrutándome, serio. Desvío los ojos. Tomo aire, aprieto los párpados y repaso lo que se ha murmurado de él. Lo masacraron. Lo curaron. Lo enviaron a Bruselas. Paró en Boston. Compartió suerte con lúmpenes y renegados. Vagabundeó con bohemios. Recuperadas las fuerzas, terminó imponiendo su visión, sus nuevos planes. «Eres la única zona sensible de una persona que quieren castigar a toda costa», dice. Su boca se tuerce ligeramente. «Me involucré en asuntos... Había que envenenar al imperio con sus propios medios».
«Estás en juego. Vine a protegerte», me dice sin más explicaciones, mientras monda mangos y piñas con habilidad de experto. Empiezo a elucubrar sobre su estado mental. Suelta el cuchillo y levanta los ojos, mirándome con pasmosa calma. Estoy segura que está mirando mis pensamientos. «Me he visto obligado a hacer ciertas cosas», dice. ¿Cosas? ¿Cuáles cosas?, pienso, sin preguntar. «He venido a velar por ti», me dice, escrutándome, serio. Desvío los ojos. Tomo aire, aprieto los párpados y repaso lo que se ha murmurado de él. Lo masacraron. Lo curaron. Lo enviaron a Bruselas. Paró en Boston. Compartió suerte con lúmpenes y renegados. Vagabundeó con bohemios. Recuperadas las fuerzas, terminó imponiendo su visión, sus nuevos planes. «Eres la única zona sensible de una persona que quieren castigar a toda costa», dice. Su boca se tuerce ligeramente. «Me involucré en asuntos... Había que envenenar al imperio con sus propios medios».
Su rostro ha sufrido una
mudanza. Un ligero tirón opera desde un punto indefinido. En ciertos ademanes,
echa la barbilla hacia adelante, sosteniéndola en esta posición por algunos
instantes. Ha enflaquecido. Arrugas prematuras se alinean en su frente. A
ratos, sin embargo, está en claridad. Entonces me cruza por la cabeza la idea
de conversar sobre los nexos que persisten, pese a todo. El escape se me antoja
posible.
Me despierta un efluvio
intenso. Apresura y demora mi sangre,
como partículas metálicas ante un imán en aleatorio movimiento. Me tiro
de la cama. Permanezco sin mover un dedo. No se oyen ni grillos. Un bulto se
desplaza con rapidez contra el muro exterior. Salto, situándome al lado de las
persianas. Hincho mi pecho de aire, las palmas de las manos pegadas a la pared.
Giro un poco mi cabeza para ver. Voy reconociendo los tamarindos, las cayenas…
De pronto, negras figuras con armas largas saltan el muro y se pierden en el
patio. Me acuclillo. Después pongo mi cuerpo contra el suelo. Repto por el
corredor hasta el cuarto de Román. De afuera llega el raf, raf… producido por
tela áspera que cubre piernas en desplazamiento. «El ejército», articulo, con
los ojos húmedos de pavor. Estas palabras me producen una apocalíptica
claridad. Me bifurco, me desdoblo. Estoy en mi hogar, extraña. A la vez, me
encuentro muchos años atrás, en la
Casa de Estudiantes. Identifico, junto a la voz de Román, una
vaharada similar a la que suelta un brasero tras echarle un balde de agua. «El
ejército», pronuncio, desubicada. «Hay que salir ahora mismo. No esperarán las
seis para allanar». «Me asesinarán», asegura Román, mientras gana las escaleras que dan a la azotea de la Casa de Estudiantes. Alcides,
de menor jerarquía, va a su lado, sigue sus instrucciones y movimientos. «Tú te
quedas, Miranda». «Informa a los compañeros. Llama a los periodistas», me
ordena Román, desplazándose entre los tendederos de ropa del edificio de cuatro
viviendas. Dos en cada piso: abajo, un salón de belleza y una «casa de citas»;
en el segundo piso, la morada de las hermanas que «vivían de amigos» y la Casa de Estudiantes (pensión
para universitarios de provincia). «Miranda, quédate, vuelve a tu cuarto. A nosotros
nos acribillarían». «Alcides y yo tomaremos direcciones diferentes», resuelve
Román. Afuera el pandemónium. Vecinas, clientes y fortuitos transeúntes,
capturados todos. Un coronel de la marina, asiduo a la «casa de citas», en
total borrachera, escandaliza y manotea. Agitación de hierros y botas. Al cabo
de dos semanas, llegaron noticias que daban cuenta de lo acontecido al
compañero Alcides en el destacamento de Dajabón. Transcurrió más de medio año
antes de saberse algo sobre el paradero de Román.
Puedo palpar el goteo de mi
sudor, el de antes, el de ahora. Román está habituado a dominar situaciones
extremas. A mí se me dispara el sentido aciago. Proyecto que derribarán la
puerta. Que vivo el fin. Es la manera ordinaria de reaccionar ante la amenaza. Yo
no soy buena conciencia, tipo Héctor; ni mi voluntad es acerada como la de
Román. No alcanzo para episodios gloriosos. En la presión angustiosa, se me
aflojan las vísceras, urgida de un cuerpo vivo y fuerte al que arrimarme.
Los ruidos prosiguen. Se han
encendido luces en las viviendas vecinas. Miramos al exterior. Dos individuos
aprisionan a un tercero contra el muro. El más alto apunta una pistola a su
cabeza. Pego un grito. De la calle brota un murmullo. «He venido a protegerte,
Miranda», susurra Román, y dirige hacia mí sus ojos calurosos, con una mirada
indescriptible. «Te ayudaré a escapar», replico, sin saber si estoy en las
escaleras o en una alcoba, si en mi hogar actual o en la «Casa de Estudiantes»,
si en el presente o en el pasado, si soy la esposa de Héctor, o la turbia y
amante cómplice de Román.
Es probable que Román haya
arreglado estos sucesos para acercárseme, ofreciéndome la oportunidad de tocar
sus fragmentos y sentir por una vez, última, la recia palpitación de su
naturaleza.
Estoy sentada en la galería de
mi casa. En confortable penumbra. He olvidado la medición del tiempo. Pienso
que esta historia es ficticia, ilusoria. Que no es Román, sino yo, quien levita
en el claroscuro de las madrugadas.