Por Sergio Giusti
Una famosísima serie de fotografías de Alfred Stieglitz de los años 20-30 del ’900 ve como
único e insistente sujeto algo tenazmente incomprensible, sobre todo en el sentido espacial
del término: se trata de hecho de tomas que retraen exclusivamente fragmentos de cielo
con sus nubes, a veces con algún astro, con una intención serial y compositiva que el
mismo Stieglitz no dudo en comparar con los procesos de composición musical. El título
de la serie puede parecer a primera vista más bien enigmático. Equivalentes.
Sin embargo no hay que caer en la equivocación de concluir que se trata de una
operación de abstracción, un intento de seguir banalmente recorridos que venían siendo
explorados, durante el mismo período, por no pocos pintores de las vanguardias históricas.
Las equivalencias de Stieglitz por el contrario son al mismo tiempo concretas y conceptuales.
De hecho la que más se hace notar, visionando las volutas y las acumulaciones de
nubes, es una equivalencia de tipo matérico. La materia de las nubes sobre el cielo equivale
a la materia argéntica sobre el papel fotográfico.
Todos hemos jugado, adultos y niños, a buscar formas en las nubes que pasan, y
cada uno ha intentado convencer al de al lado para que vea la misma cosa. Pero por el
contrario son tal vez pocos los que tienen claro que los bromuros de plata, que se oscurecen
en el proceso fotográfico, en el fondo son manchas que sólo en un segundo momento y a
una cierta distancia y perspectiva, nuestra organización gestáltica lee como figuras.
Cuestión obviamente de escala: miren una fotografía (analógica) extremadamente
ampliada y sólo encontrarán lo que los fotógrafos llaman granulosidad, una “nebulosa
fotoquímica,” para usar una expresión de Philippe Dubois.
También la fotografía ha sido desde siempre un juego que busca formas—a veces
de forma oculta, a veces explícita—en el cielo plateado de la emulsión fotográfica: formas
que deslumbran por su similitud con las cosas, adhiriéndose proyectivamente punto
por punto, formas que, por una mirada inédita, se hacen en cambio más ambiguas de la
realidad fotografiada, como nos ha enseñado tanta fotografía surrealista y constructivista.
La mirada que ya busca formas—por lo tanto sentido - en la realidad, encuentra entonces
una duplicación del mecanismo en el acto de fotografiar. El recorte del visor, el instante
congelado, el nacimiento de la nebulosa sobre la emulsión.VOLUME 24, NUMBER 2 193
Y es esta búsqueda, más allá de algunas coincidencias formales, la que parece aunar
el trabajo de Ángela Hernández y Attilio Aleotti.
Experimentos que incluso parecen surgir de motivaciones conceptuales lejanas,
llegan a soluciones que a veces se rozan, a veces difieren, pero siempre parecen preferir la
superficie como campo de prueba.
Attilio Aleotti parece querer invertir totalmente la perspectiva de Stieglitz.
Apuntando su objetivo hacia el lugar exactamente y simbólicamente opuesto a los cielos
del fotógrafo americano, se dedica a una especie de relieve topográfico—ausente de
cualquier finalidad de adquisición de dato—dando vida a una sistemática y contrastante
cartografía concreta que parece haber absorbido la lección de El hacedor de Borges sobre
la inutilidad de ciertas hazañas: “En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal
Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba toda una Ciudad, y el mapa del
Imperio, toda una Provincia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisficieron
y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa del Imperio, que tenía el tamaño del
Imperio y coincidía puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la Cartografía, las
Generaciones Siguientes entendieron que ese dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad
lo entregaron a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos.”
Descartadas entonces las pretensiones de los cartógrafos imperiales, Attilio Aleotti
fotógrafa, en los muchos lugares de su ser viajador, simplemente el terreno que de vez en
vez sus zapatos terminan pisando.
Punto de inicio, en el verdadero sentido de la palabra, es una frase encontrada en el
Tao Te Ching, el Libro de la Norma: “Cada viaje de diez mil Li comienza bajo los propios
pies.”
Nada, por lo tanto, de atardeceres tropicales o forestas impenetrables o desiertos
infinitos o aldeas remotas, nada que asemeje al aparato iconográfico de un naturalista o de
un etnógrafo, nada que halague el ojo del turista o sólo del viajador imaginario, pero ni
siquiera una naturaleza madrastra que nos muestre su corazón de tinieblas o una exposición
de una humanidad desolada que nos permita ejercer nuestra módica dosis de compasión.
Por el contrario, pequeñas porciones de tierra, marcas sobre la arena, cortezas,
trenzados informes de vegetales constituyen los sujetos preponderantes de las imágenes
que Aleotti nos propone. Una poética de la huella que se introduce en el surco de quien ve
en la fotografía antes que todo un índice, según las definición Peirciana de signo-huella: la
fotografía antes de parecerse a su sujeto, es sustancialmente un indicio, como el círculo que
deja el vaso sobre la mesa o la huella del pie sobre el terreno humedecido por la lluvia. Esto
lo encontramos en los recuadros deseadamente frágiles y duros en los que la gradación,
principalmente monocromática, y una geometría incierta y fugitiva guían la intención
compositiva.
Propósito que tiene un revés en absoluto poco formal. Attilio Aleotti de hecho me
precisó ulteriormente el substrato—¡es sin duda alguna necesario decirlo!—sobre el cual se
basa su búsqueda: “Me di cuenta que comparando el cuerpo social con el humano los pies
eran como los locos: los más pobres entre los pobres. Así como lo que pisamos es la imagen
más descuidada, la visión negada.”
Entonces ver con los pies, como algunas estatuas de Buda que tienen ojos bajo las
plantas de los pies, pero también, menos etéreamente, según la perspectiva sacerrima del pulgar Batalliano: aquello que nos permite la posición erecta, elevándonos espiritualmente,
es al mismo tempo un suplemento obsceno sucio y maloliente, descuidado y sin embargo
inconfesablemente atrayente, como los locos, justamente. Y es precisamente en esta
continua tensión, en donde la elevación no se convierte nunca en estéril idealización porque
mantiene sus raíces sin negarlas fetichísticamente y, por el contrario, sublimándolas les
incorpora los aspectos pulsionales, que la forma debe encontrar un lugar también en estas
porciones de terreno pisado. Forma no formalismo: la narración de su viaje de diez mil Li
es un cuento que no desea tranquilizarnos en una especie de quietud formal. Aquello que
está bajo nuestros pies podrá incluso tener en passant un aspecto agradable, sin embargo
es polvoriento, a veces sucio, desordenado e incluso bullicioso. Pero como en una marea
con sus ciclos, forma e informe se alternan y sobreponen: en un primer instante la mirada
se posará sobre una forma inculta, digna de ser pisada, un segundo después esa misma nos
parecerá como un milagro, una aparición, un esplendor. Después del deslumbramiento
regresará el barro y el mugre, o tal vez no. Y nosotros no sabremos decidirnos.
A partir de la superficie de la tierra, en el caso de Ángela Hernández se pasa a un
análisis de la mirada decididamente más extensivo. La búsqueda de la bidimensionalidad
en su trabajo se hace más ideal y tal vez menos conceptual: cada cosa en sus fotografías
es llevada sobre una superficie, cada cosa, incluso tridimensional, se hace mancha y cada
mancha se convierte en un detalle por interpretar. De este modo parece adherir en muchos
aspectos a cierta práctica de la fotografía surrealista, en donde el continuum de la imagen
fotográfica no era alterado—como sucedía por el contrario en el fotomontaje dadaísta en
un esfuerzo de articulación lingüística—sino que justamente se buscaban en el fotograma
en sí las forestas de signos que la realidad regaba para la incesante interpretación.
Cuando le pedí que me escribiera de su proyecto, me sorprendieron algunas frases
que me envío: “Mirar, fijar, lo que nadie mira, lo que no merece la mirada, como las
mujeres gordas de pellejo colgante, las viejas casi ciegas, los feos, el maltrecho, el pedigüeño,
el hombre triste, la niña enclenque. […]La geometría y la clorofila. La sangre y el fuego.
El punto de fuga en el lomo de una lagartija. Una miniatura de Kandinsky en el gusano
devorador. Un mural abstracto en la pared de una pulpería donde un grupo de vagos juega
dominó y bebe cervezas.” Y mas: “Tal vez pasen tus ojos indiferentes sobre esa mancha,
en la que miro agua […] forma labrada por la lluvia, el aire, humus urbano […] Veo
actividad: el moho aglomerándose; la pintura tostada por el sol bravo, descascarándose;
siluetas que ante la pantalla se me convierten en un anciano samurai, un hipocampo […]”
Hay una especie de fecunda contradicción en estas palabras, así como es
ambiguamente fascinante hablar, como de hecho lo hace, de “una mirada consciente
sobre el insignificante.” Buscar conciencia en donde no hay signo, si es que hay algo sin
significante, es una práctica que acerca y a la vez aleja el trabajo de Ángela Hernández a las
fotografías de Attilio Aleotti.
Por un lado tenemos la referencia al detalle que no merece la mirada, otra vez por
lo tanto, una visión descuidada, negada y sin embargo insistentemente buscada. Por el
otro una invitación a buscar alternativas en las manchas, así como hizo Stieglitz con las
nubes, pero también de una forma radicalmente distinta. La Cosa, el objeto del deseo, se
hace siempre Otra Cosa, se hace metonimia en la mirada de la fotógrafa, porque siempre
en estos detalles, aparentemente inútiles, se va hacia aquel sentido que tal vez gira y orbita
A partir de la superficie de la tierra, en el caso de Ángela Hernández se pasa a un análisis de la mirada decididamente más extensivo. La búsqueda de la bidimensionalidad en su trabajo se hace más ideal y tal vez menos conceptual: cada cosa en sus fotografías es llevada sobre una superficie, cada cosa, incluso tridimensional, se hace mancha y cada mancha se convierte en un detalle por interpretar. De este modo parece adherir en muchos aspectos a cierta práctica de la fotografía surrealista, en donde el continuum de la imagen fotográfica no era alterado – como sucedía por el contrario en el fotomontaje dadaísta en un esfuerzo de articulación lingüística – sino que justamente se buscaban en el fotograma en sí las forestas de signos que la realidad regaba para la incesante interpretación.
Cuando le pedí que me escribiera de su proyecto, me sorprendieron algunas frases que me envío: “Mirar, fijar, lo que nadie mira, lo que no merece la mirada, como las mujeres gordas de pellejo colgante, las viejas casi ciegas, los feos, el maltrecho, el pedigüeño, el hombre triste, la niña enclenque. [...]La geometría y la clorofila. La sangre y el fuego. El punto de fuga en el lomo de una lagartija. Una miniatura de Kandinsky en el gusano devorador. Un mural abstracto en la pared de una pulpería donde un grupo de vagos juega dominó y bebe cervezas.” Y mas: “Tal vez pasen tus ojos indiferentes sobre esa mancha, en la que miro agua [...] forma labrada por la lluvia, el aire,
humus urbano [...] Veo actividad: el moho aglomerándose; la pintura tostada por el sol bravo, descascarándose; siluetas que ante la pantalla se me convierten en un anciano samurai, un hipocampo [...]”
…
Hay de hecho en la búsqueda de Hernández un impulso irrefrenable a ennoblecer el detalle – la mancha enmohecida como poético test di Rorschach – a forzar su propia visión hacia una atención sublime: no lo informe, sino Kadinskij sobre un pequeño ser metamórfico. Humanísima voluntad de rescatar (“Tal vez tus ojos pasan indiferentes…”), obstinadamente poética.
No obstante en el mimetismo animal no haya un verdadero sentido, no se trata de un simple camuflaje. Es sólo el ojo devorador de la naturaleza quien los obliga a asemejarse. Ángela Hernández busca entonces contrarrestar esta destrucción, busca sostener la mirada: a la oposición casi mineral a la forma, que encuentra en los detalles y en las manchas, contrapone signos, códigos inscritos en su ser, antes que en lo que sucede o está bajo sus ojos.
Hal Foster, en su El regreso del real recuerda: “En el Seminario sobre la mirada Lacan cuenta la fábula clásica del concurso de trompe l’oeil entre Zeusi y Parrasio. Zeusi pinta uvas capaces de atraer a los pájaros, pero Parrasio pinta un velo que engañaba a Zeusi quien le pide que le deje ver lo que hay detrás, perdiendo de este modo el concurso en medio de la vergüenza. Según Lacan la historia se refiere a la diferencia que hay entre las capturas imaginarias de animales atraídos y las de hombres engañados. […] Para nosotros cuenta más que el animal sea atraído por la superficie, mientras que el hombre es engañado por lo que hay más allá. Detrás de la imagen, según Lacan, está la mirada, el objeto, el real. […] No es posible la ilusión perfecta […] Sucede esto porque el real no puede ser representado, [es] un encuentro frustrado, un objeto perdido [...] alrededor del cual rota una lucha [...]”
Es esta lucha con el real, con el vacío del real, que parece querer aferrar la Hernández con su búsqueda espasmódica de una significancia del insignificante: el detalle banal y sin importancia asume entonces la función del velo de Parrasio, nos indica aquello que está más allá, incluso corriendo el riesgo de estrellarse con su ser obstinadamente irrepresentable.
Revista CONFLUENCIA, SPRING 2009
VOLUME 24, NUMBER 2 195
Comentario de Sergio Giusti a la fotografía de Ángela Hernández en la introducción a la muestra “Poética de lo nimio” (Attilio Aleotti y Ángela Hernández, Pavule nel Frignano, 2009)