Los cuentos de Ángela Hernández, isleña de tierra adentro, están empapados
de agua corrediza: en ellos todo fluye, todo se nos escurre de la mano, todo es
mudanza (en el espacio, en el tiempo, en la mirada). La vida de su Buena Vista
natal, entorno en el que se fraguó la sensibilidad de la autora, discurría, nos
dice, “alrededor del agua, de sus grados de dulzura y limpieza”. En “Los
senderos elásticos” (texto incluido
en La escritura como opción ética, de
2002), describe su valle como una “zona de aguas voluptuosas y duales –tanto
caricia como amenaza–”. Y para hablarnos de los dos años más bellos de su vida,
la época del bachillerato en Jarabacoa, empieza con decir: “Nos zambullíamos en
los ríos hasta empezar a ahogarnos”. Por esos alrededores se encuentran el río
donde vivía un ángel sordomudo y el charco en el que se sumergía Teresa Irene, la de los ojos de todos los
colores, la del arcoiris en las pupilas.
Los indicios son innumerables, baste con
recordar Elba enamorada del río en “Más allá”; los hermanos de
Sabina que en “Abura” la sueñan pintando los árboles del patio con colores de
agua, chapoteando en el arroyo, aterrizando en un charco de agua cristalina; o la Meisó del cuento homónimo, que es “el recipiente
donde el agua se bendice y donde el agua bendecida permanece clara”. “El
espíritu del agua es movimiento” y “En las violentas cascadas el agua revela
estaciones de cambios y renacimientos”, escuchamos en “Estaciones”. Y en las
últimas líneas de este libro, que en su momento encabezaron el estreno de la
cuentística madura de Ángela Hernández, se lee: “Aprendemos de nuestra
ignorancia y de nuestras locuras. Aprendemos a abrirnos y a flotar en las aguas
dulces y en las aguas bravas de los otros”.
Este aprendizaje acuático, que es
también el manantial profundo de la inspiración de la autora, se encarna en
personajes entrañablemente despistados e inadaptados, cuya distonía con la
supuesta normalidad produce fascinantes visiones alternativas. Emblemático en
este sentido es el Felipe Alfonso de “Alótropos”, con su búsqueda de un canto
que no sea eco, un sueño que no sea plagio. Le queda solamente la palabra
poética para demonstrar su existencia real (y de paso la del mundo), una
existencia cuyo enigma estriba en detalles y minucias que antes pasaban
desapercibidos (un grano de sal, una lagartija, unas sandalias, un carraspeo),
los instante aislados sin los cuales no habría eternidad. Pero la verdadera protagonista del cuento es
Dinorah, que se siente atraída tanto por Felipe Alfonso como por su doble
mejicano, los ama a ambos de distinta manera y los reinventa con su lectura. Es
más: es ella quien los escribe.
Igualmente representativo es el personaje de la
clarividente poeta Alí Samán, toda hecha de energía mental y flujo profundo, a
través de cuyos sueños se manifiesta prodigiosamente el pasado. El futuro sin
embargo queda escondido en sus versos lapidarios, que dicen cosas distintas a
cada uno. Hasta que muere, pero solamente para los que no la entendieron, los
que no supieron leerla, es decir amarla. Reveladora es también la pareja de “El
encuentro”, que llega al amor a través del lenguaje, o mejor dicho después de
haber hallado en el lenguaje un idioma propio, no gastado: palabras simultáneas
que rezuman vida, “imposibles de trasladar a página alguna pues la
evaporarían”.
Los lectores de Ángela Hernández entramos en sintonía con esos personajes
proclives al pecado de la poesía, locamente cándidos como la Filomena de “Ojos
aguados”, estrafalarios y no obstante humanísimos, soñadores holgazanes o
escrupulosos exploradores de los sentimientos, singulares vagabundos que, como la Faride de “Como recoger la sombra de las flores”,
pueden exclamar, delante de una realidad hecha de “comer frijoles y plátanos,
parir un muchacho, trabajar, ver claro cómo son las cosas” y en el medio de
aquellos días mates que nacen a primera vista ajenos a cualquier milagro:
“¡Encontré la solución! ¡Bésenme todos! ¡Bésenme y ténganme en sus brazos, que
hallé la solución! Ya sé cómo irrigar un jardín que no para de crecer, cómo
recoger la sombra de las flores, cómo evitar que oculten el sol y cómo andar en
transversal por los instantes”.
Allí está el camino, en ese andar en transversal, introducirse en las
brechas, mirar al sesgo, “desprenderse de la cáscara, proporcionar a la razón
un canal para las emociones”. En efecto, la facilidad de la prosa de Ángela
Hernández es mera apariencia. Una sintaxis delicadamente desquiciada, un diestro e
insólito repertorio lexical, una meticulosidad cerebral y emotiva dan a su
discurso una andadura al mismo tiempo invitante y cerrada, precisa y
desenfrenada. En el fondo, la autora apuesta siempre por la riqueza de
interpretaciones, por el confuso misterio escondido detrás de cada cálculo
supuestamente obvio. Por eso a veces pueden resultar crípticos sus desvíos por
asociaciones líricas o su amplio repertorio de interrogantes. Pero esta
construcción huidiza y perpleja es la alternativa a la rigidez de la
lógica consecuente y afirmativa (¿masculina?).
Porque el don del agua es femenino. Y los cuentos de Ángela Hernández son un
intenso desfile de madres, esposas, niñas, hermanas, amantes: mujeres capaces
de ver, con sus inquietas pupilas de ámbar, lo que nadie ve, capaces de captar
la luz sobrenatural de la caridad como de hundirse sin miedo en las tinieblas
de tumultuosas pasiones, capaces de negar la más polvorienta opacidad con el
centelleo húmedo de su imaginación, capaces de vivir solitarias en un limbo de
solteronas con novelescos deslices en su pasado, capaces de burlar la
brutalidad de los agentes antisubversivos con su imprevisible expansividad,
capaces de precipitar desamparadas en un pozo de dolor o volverse naturaleza en
la manigua o buscar obstinadamente comunicación en el anonimato de la
metrópolis. Mujeres de sonrisa frágil cuyas palabras nos llegan como
escalofríos, como azotes, como suspiros, como resplandores.
Las de Ángela Hernández son historias que se apoyan en pormenores muy
concretos para dar paso a una dimensión surreal, vivencias intimistas que deslizan en lo
onírico y saben a secreto desvelado y a borrasca eléctrica. Se nos
ofrecen con la subjetividad de la primera persona que narra espontánea o con
una alternancia de perspectivas: voces que corren paralelas o se entrelazan, se
completan o se desmienten, padeciendo irresistibles arranques y crueles
desencuentros.
Y sus criaturas, tan únicas y determinadas, se tornan diáfanas imágenes universales,
enmarañadas en la red de afectos e incongruencias común en la vida de todos, en
cualquier latitud. El suyo es un mundo repleto de pequeños objetos desarmados
con inocente asombro, un mundo dividido entre congojas colectivas y trastornos
personales, entre interiores urbanos marcados por las tensiones sociales y
abiertos espacios naturales, en un campo esencial y remoto, de atávicos
hechizos, con sus culebras y sus fantasmas, sus cayenas y sus guasábaras.
No faltan en estos cuentos alusiones a una cronología reconocible, como en
el caso de los combates entre ejército trujillista y guerrilleros o en el de
las luchas estudiantiles durante los
doce años balaguerianos, y tampoco faltan las referencias al atraso de
las comarcas más apartadas, al drama del afincamiento urbano de los campesinos
y, sobre todo, a la dura condición femenina, con los ásperos temas de la
violencia familiar y de la mentalidad machista y patriarcal. Pero como no hay
concesiones a la pintura bucólica del ambiente rural, tampoco se traza un
análisis sociopolítico. Las experiencias que podrían haber generado crónicas
periodísticas acaban decantándose en forma de viajes interiores a los límites
de la percepción y del entendimiento, como en “Estancia fuga” y “Cúmulo nimbo”. La anécdota más
sencilla fermenta así hacia una dimensión entre poética y metafísica: el
barrendero rechazado de “Paradoja en
los andenes”, que lo que limpiaba era un pedacito de sus recuerdos, nos enseña
humildemente que los hombres (entiéndase sobre todo el género masculino) no
ven.
Los lectores de Ángela Hernández envidiamos al Olef Milló del cuento
homónimo, que vive día a día, aprendiendo otra vez el idioma desde el comienzo
a cada despertar. Y sin embargo él también, para amar, necesita no dormir. Hace
falta la memoria, contable y traidora, como hace falta la fantasía delirante,
“con más potencia redentora que cualquier religión”. Pero tal vez es sobre todo
necesario hacer explotar la dulce mina de la pureza, del extravío y del
desconcierto.
Como una más de sus niñas que sueñan con
quitarse los zapatos o hallar un tesoro de aguas claras y libros ilustrados,
Ángela Hernández sencillamente no puede no tener confianza en el prójimo, en el
amor, en las palabras y en la vida. Estudió la carrera de Ingeniería Química para
resultar exacta y útil. Menos mal que luego se inventó un oficio alotrópico
para prepararnos, con esplendorosa incertidumbre, el más hermosamente superfluo
de los instrumentos: el que mide la larga añoranza del beso que dejó en la flor
de la madrugada la leve gota del rocío.