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¿Quién es Ángela Hernández Núñez?

Premio Nacional de Literatura 2016. Nació en Buena Vista Jarabacoa, República Dominicana, 6 de mayo de 1954. Graduada con honores de Ingeniería Química. Narradora y poeta. Apasionada del cine y la fotografía. Textos de su autoría se han traducido al inglés, francés, italiano, islandés, bengalí y noruego. Se incluyen en importantes antologías. Es Premio Cole de novela corta, a la novela Mudanza de los Sentidos, 2001; dos veces premio nacional de cuento. Su libro Alicornio mereció el premio nacional de poesía.

SALOMÉ: EL ANGEL DE LOS SUEÑOS IMPOSIBLES

SALOMÉ: EL ANGEL DE LOS SUEÑOS IMPOSIBLES



Un reencuentro
No pude comprender a Salomé ni gozar su poesía hasta conocer sus cartas. Si el mito oficial ha presentado la epidermis barnizada y descifrada de la poeta de la segunda mitad del siglo XIX, sus epístolas nos ofrecen el curso de su sangre, su médula y armadura. Es la cotidianidad la que retrata su ser de mujer sustantiva, tenaz, poeta de cada día, de cada acto, de cada pregunta y elección. Sus cartas narran un viaje; la travesía de una persona en el punto de una época que  preludia grandes mutaciones de conciencia en la mujer y sobre ella, en un país ebullente y empobrecido, regenteado la mayoría del tiempo por tiranos voraces.
Una mujer entre dos planos: retraída y expansiva, transgresora y recatada. Angel hogareño; y a la par, águila planeando entre los muros que cercan imperceptiblemente. Los versos del poeta egipcio Kavafis, escritos en 1896,  bien describen este tipo de suceso: “Sin ninguna consideración, sin piedad, ni vergüenza/levantaron muros alrededor mío, gruesos y altos./ Y ahora me siento aquí tan desesperado./ No puedo pensar en otra cosa: esta suerte roe mi mente-/ pues tenía tanto que hacer afuera./...). (2)


Opinaba Carl Jung que los grandes acontecimientos de la historia son de notable insignificancia, afirmando que en “último análisis, sólo la vida subjetiva del individuo es esencial”.  Convincente nos resulta  al deducir que “cuando consideramos la historia de la humanidad sólo distinguimos la capa más superficial de los acontecimientos, enturbiada, además, por el espejo deformante de la tradición. Lo que ha ocurrido en el fondo escapa incluso a la mirada más escrutadora del historiador, pues la propia marcha de la historia está profundamente oculta, al ser vivida por todos y estar enmascarada a la mirada de cada cual” (3).
Este punto de vista encuentra enfático sentido cuando alude a la historia de personas o grupos orillados por los valores emblemáticos de una cultura, en razón de determinadas relaciones de poder. Por ejemplo, la historia conocida de las mujeres es la que el ojo masculino “ha escrutado” desde sus coordenadas. La verdadera sería otra laberíntica historia, en la que el orden de lo emocional, lo cotidiano, lo subjetivo, la sustentación de la vida constituirían las referencias cardinales. Por ello, para aproximarse dentro de lo que cabe a la historia de una mujer y a los factores que la han llevado a distinguirse, los diarios, epístolas y “subjetivas anotaciones” conforman una fuente invaluable en la que podemos dar con claves que permiten descodificar y entender mejor su tiempo y circunstancias. Ese íntimo orbe está repleto de pistas que orientan sobre sus éxitos, límites y restricciones.
La rebeldía de una sola mujer, declarada mediante vías diversas, corre paralela a las sordas y desconocidas rebeliones de muchas.
Las cartas escritas por Salomé Ureña aportan una visión recóndita, serena, desde dentro, de la posición social de las mujeres, así como de las ideas de la época. De mi parte, me han servido para acceder a la entrañable coherencia de esta escritora, a su carácter resuelto,  a su forma de concebir su papel y su pasión en el mundo. Lo que conduce a figurar su consistente actividad en el medio político-intelectual que le correspondió; y a la par, sentirla sobrepuesta a este tiempo de circunstancias inapelables, intentando, mediante la exploración poética, entablar conversación con aquella otredad presentida, que no es más que entereza de espíritu.
Salomé, en su postura y entendimiento, es una metáfora de la patria, tal como puede representarse en las décadas que siguieron a la Restauración. Sueño de utopías e irremediables, cesiones y pugnas. Apuesta deslizándose entre ser y fatalidad. Salomé, con la nación, recibe los ritos reverentes de la esperanza, lo mismo que el golpe de las herraduras, la sangre de los fusilamientos, la traición y la siembra. La idea de patria, en el pensar de la poeta, subyace  y trasciende a los prosaicos eventos domésticos y políticos. Progreso, porvenir,  ideales de bien, hoy son palabras desustanciadas por las incoherencias humanas; sin embargo, en aquellos tiempos abarcaban el impulso liberador, las aspiraciones de soberanía nacional, una  identidad intelectual que se concebía influyente sobre el curso político.


La noción de “patria” como se lee en todas las manifestaciones escritas de Salomé nada tiene que ver con mezquinas exclusiones, con guerras o resentimientos. Desde sus poemas de veinteañera, probablemente antes de conocer a Hostos, ve en la educación la manera de avanzar de su pueblo. En el poema “A los dominicanos”, dice: “...que en esta nueva singular cruzada/ no será de las armas la alta gloria” (...) Salvad triunfantes el altivo muro/ que levanta en su orgullo la ignorancia/ y arrancad al error su cetro impuro” (5). En carta a su marido, fechada en 1889, expresaba: “Uno debe procurar saber quienes son sus enemigos para saber precaverse, pero no para guardarles rencor ni injuriarlos. La indiferencia absoluta para con las almas mezquinas nos eleva sobre lo vulgar”. (6)
Salomé era la mujer perfilándose en virtud de un talento (agudeza del percibir, sentir y pensar) que halla alianza, estímulo y recreación en los libros. La confluencia con Eugenio María de Hostos y con personas como Prud’ Homme y los Henríquez y Carvajal procedió de modo natural. En su juventud destacan las urgencias de su vida interior. Cuando halla eco, se advierte celebrada y acogida.
Con el tiempo, los avatares de la patria colindan y se intercambian con los personales. La liberación, el cautiverio y la ruina moral/política  son inseparables de la vida singular desde la que la poeta desenvuelve su conversación. Procuró libertad intelectual, complacencia en la pareja y familia, fundación en la idea educativa. Pero a poco, el cuerpo se desgasta prematuramente, los horarios para los libros encogen, de vivir de su  trabajo pasa a depender económicamente de otras personas: “Eso de disponer del bolsillo de los extraños no está en mi naturaleza” (6), dice al borde de la muerte. La luz es habitada por fieras invisibles, entre amaneceres y ocasos caben únicamente las obligaciones, la soledad se presiente infranqueable. La poeta, como cualquier mujer de ahora “administra la miseria”. El destino del país y el pensamiento suyo, vida personal e historia, se con-funden.

Cuando leo:
“Te miro en el comienzo del camino,/clavada siempre allí la inmóvil planta,
como si de algo que en llegar demora,/de algo que no adelanta, /la potencia aguardara  impulsora...” (8) no puedo dejar de ver a la poeta en cuerpo de mujer. Es decir la forma de libertad  (la poesía) en cuerpo de restricciones ancestrales (la mujer), aguardando por el afecto/pasión y el conocimiento redentor. La pobreza, el despotismo y la exuberancia natural del entorno, hallan paralelo en el cerco existencial y el lenguaje que hiende paredes.

Cuerpo y tierra, mente y nación, soportan análogos latidos. Los poemas de Salomé son una historia de la segunda mitad del siglo pasado,  relatada desde la mirada de una mujer de sagaz inteligencia. Su vida fue su forma de hacer patria; mientras otros combatían con la proclama altisonante, la animadversión a la nación vecina y las armas; esta poeta empleó lo que ella misma era (ingenio, paciencia, formación de valores intelectuales y científicos en la mujer, amor por el conocimiento transmitido a sus hijos y alumnas).



En nadie como en ella parece hablarnos la época de los sueños y desalientos de esta nación y pueblo. La poeta se empecina en la fe, más bien en el entusiasmo por la fe; anclaje en un concepto de porvenir al que se accede mediante la acción. Pero lo por venir no dejará en momento alguno de ser mero horizonte.
A los treinta años, cuando contrae matrimonio, Salomé había escrito el grueso de sus poemas más celebrados. En los siete años que siguen, su producción será esporádica. Silveria R. de Rodríguez Demorizi  interpreta este silencio como una protesta de su patriotismo. “El fracaso moral del gobierno de Meriño le ocasionó profundo desconsuelo. La poetisa escribe Sombras, y desde entonces en muy raras ocasiones escribe versos” (9). A mi parecer, la causa del silencio y el relativo cambio en el tono de su poesía debería de buscarse en el curso que toma su vida personal, laboral y afectiva.
En lo cotidiano: una vida nada mítica
En el acercamiento a la vida privada de una persona ha de proceder se con cautela. Cualquier interpretación siempre adolecerá de sesgos o errores. Fechas y datos poco cuentan, comparados con lo que ha acaecido en los vínculos, en las finas circunstancias que circundan las opciones personales, entramadas con el imaginario singular de una persona. No puedo, pues, sino pedir disculpas a Salomé por aventurarme hacia su mundo.
Hasta los treinta años la poeta habitó en un ambiente de mujeres. En la casa número 66 de la calle 19 de Marzo vivía con su abuela, su madre, su tía Ana y su hermana Ramona. Su padre se había separado del hogar cuando Salomé contaba apenas con dos años, según refiere Silveria R. de Rodríguez Demorizi. Estas mujeres poseían bastante educación si se toma en cuenta que las oportunidades eran escasísimas.  La madre, María Gregoria Díaz de León, enseñó a la niña a leer. A los cuatro años leía de corrido, refiere Silveria R., agregando que la infancia de Salomé discurrió en las aulas de las escuelas de primeras letras, únicas permitidas a las mujeres. Su tía Ana fue maestra toda su vida. De acuerdo con distintas referencias, Salomé, precoz para el aprendizaje y de asombrosa memoria, recibió una esmerada educación intelectual de parte de su padre, el abogado Nicolás Ureña de Mendoza. Aprendió botánica y aritmética, destacando su pasión por la literatura. Sabía, asimismo, suficiente inglés y francés como para acceder a las literaturas inglesas y francesas. Estas cosas se nos dicen de Salomé.
También que temprano empezó a escribir poesías, apareciendo quien le adjudicara la autoría al padre, dudando de la capacidad de la joven. De todos modos, muy pronto Salomé recibe los reconocimientos y la reverencia del público. Refiere Silveria R. que su fama  alcanza tal altura que para 1878 “se le hace una apoteosis y se le entrega una medalla costeada por suscripción pública”. (10)
Incluso conoce a su futuro esposo, Francisco Henríquez y Carvajal a través de un intercambio literario y en virtud de la admiración que éste le profesaba.  De 1877 data la carta  en la que con su humildad característica  expresa a Francisco Henríquez palabras elogiosas sobre la obra “La hija del hebreo”. “Desprovista de los atributos que constituyen una autoridad literaria, no puedo levantar la voz para hacer el análisis de tu obra; pero, si se consultase mi dictamen, yo, guiada por no sé qué influencia secreta que me hace adivinar lo bello i me arrebata con sus inspiraciones, diría: que en este tesoro todo es joyas”. (11)


Para entonces la poeta había cumplido 27 años y el joven Francisco Henríquez, que estaba iniciándose en las letras, tenía 18. Es posible imaginar el agrado de éste ante el elogio de Salomé. Es posible suponer que la digna y aplomada Salomé, inmersa en los libros y que, como Emily Dickinson, apenas sacaba pie de la casa, estuviera experimentando las presiones de quienes la veían quedarse “jamona”. Inteligente como era, posiblemente había razonado sobre las ventajas y las inconveniencias del matrimonio. Estaba rodeada de mujeres solas. A la vez, hallaba en el conocimiento un poder afirmativo. Sus numerosas epístolas posteriores manifiestan que un compañero de vida e hijos eran parte de su ideal de felicidad.
Tenía treinta años cuando contrajo matrimonio con Francisco Henríquez y Carvajal (1880), quien andaba por los veintiuno. Esta diferencia de edad, fue al parecer también diferencia de caminos y responsabilidades con la familia.  Al alumbrar a Francisco, el primer hijo, Salomé tiene 32 años, a los 34 tiene a Pedro y un año después a Maximiliano.  Al alumbrar a Camila ronda los 44. Ella misma confiesa que el embarazo y parto de Maximiliano le afectaron la salud, situación agravada con Camila, concebida cuando ya estaba enferma y, además, exhausta por los arduos años en los que en ausencia de su marido (1888-1892) debió hacer frente al mantenimiento del hogar y al Instituto de Señoritas, fundado en 1881.
Durante estos años, combina sus variadas obligaciones, logrando, por momentos, raptos de armonía y plenitud que transforma en un poetizar los placeres elementales de la cotidianidad. Se cuenta que la cuna de su primogénito siempre estuvo cerca de la madre en las horas de trabajo en el Instituto.
La correspondencia sostenida por los cónyuges durante el período que Francisco Henríquez pasó en París perfeccionándose en medicina, revela a una Salomé azotada por la angustia, las exigencias que hace el marido desde lejos, las tensiones domésticas y el exceso de trabajo. Una mujer desolada, tenaz y digna, es quien escribe esas cartas. A veces deja entrever la decepción que el esposo le provoca. En ocasiones estalla. Las más de las veces, empero, exhibe una esperanza cultivada como tabla de salvación; a pesar de todo, un acento de madurez impregna sus letras. Los temas que alimentan la comunicación son el interés compartido por los conocimientos y el estudio, los pormenores sobre los niños y los mutuos consejos. La partida del hombre  a París es un sacrificio que han convenido y de cuyos frutos ella no disfrutará.
La diferencia de enfoque resulta de cualquier modo notable. Francisco trata a Salomé como a la madre de sus hijos, no desaprovecha ocasión para enrostrarle las responsabilidades. Salomé ama con pasión y respeto a su marido y asume las obligaciones. Rebosa de culpa, a veces. En otras oportunidades la sentimos al borde de sus fuerzas, de pie merced a su poderosa voluntad. Está sola con tres niños, en una ciudad pobre e insalubre. El crup, el catarro, las fiebres acechan. Todo lo que hace para cuidar a sus hijos y educarles le parece poco.  Desde París Francisco la conmina y trata de dirigir:
“Este niño que podría ser el más sano podría caer en un estado de constante propensión a las enfermedades si te descuidaras. Redobla, pues, sobre él la atención.”
“Veo con suma satisfacción los progresos de Pibín, pero desearía que al mismo tiempo se me marcaran los de Fran”.


“El carácter demasiado bondadoso puede degenerar en tonto. Tú conoces ejemplos. Para combatir ese estado o esa tendencia, convienen los juegos rudos y las empresas difíciles y las conversaciones en que surjan problemas de grandes dificultades...”. (12)
“Cuántas precauciones nos reclama esa enfermedad! (el Crup) Cuán minucioso no se debe ser! Cuanta perseverancia no se necesita para no dejar a un lado, ni por un instante, dichas precauciones. Te supongo a ti en capacidad de realizar todas las que se deban tomar...”
(13)
“No me inquietan los ligeros quebrantos de los niños; pero de ningún modo podría convenir en que la muerte de un hijo es o puede ser una desgracia inevitable. Los míos no han nacido para morirse sino después que nos hayan conducido a nuestro lecho de tierra. Cuando se cuidan con esmero niños que por su naturaleza están bien constituidos, que razón hay para creer que puedan morirse? No, los padres inteligentes de hijos bien formados pueden afirmar que sus hijos no se morirán”. (14)
La situación alarma. El  peso emocional se agiganta. El marido hace responsable a Salomé de la enfermedad, la vida y la muerte (de esta ocurrir) de sus hijos. Ella es la fuente de la fatalidad y el esfuerzo.
Salomé no conoce la sumisión, pero se acoge a los deberes. Casi en cada carta da cuenta de sus empeños hacia los hijos. El tono  es a menudo defensivo, inquieto; jamás disminuido o lastimero.
Pero tu acento de hoy es como el rayo que abate. Si uno de tus hijos muere tú también morirás
Entonces, ¿qué dirá la pobre madre que lucha aquí sola, angustiada, desesperada al más leve amago que se levanta sobre sus hijos? Y si después de todos sus sacrificios, de todos sus desvelos no pudiese evitar que la muerte le arrebatara un pedazo de alma,...”
“Yo los atiendo y los vigilo con tanto desvelo, me angustio tanto con un simple catarro que les vea, que todos me aconsejan modere un poco mis temores, si no quiero poner en peligro mi propia vida...”  (15)
“Muchas veces he pensado que moriría sonriendo si al llegar tú pudiera decirte: “Aquí están, te los he conservado a costa de mi vida”. (16)
Esta última exclamación resulta profética y, asimismo, la actitud de Salomé quien ha adorado a ese esposo, tanto como a los hijos, a la patria y al instituto con sus alumnas. Quizás ya presiente lo poco que compartirá con él, por razones que a veces aparecen como la miseria y escasas oportunidades que le brindaba el país al médico repleto de ideales de grandeza, pero que, leyendo entrelíneas, muchas otras llevan a dudar del deseo del marido hacia ella.
La permanencia de Francisco Henríquez en París, que se había previsto por alrededor de un año, se prolongó a cerca de cinco. Durante este tiempo Salomé arguye, protesta, explica sobre las adversidades anímicas y materiales que la afectan. Sufre y expone sus quebrantos pero jamás ruega, ni reclama, no acusa ni pide. Una vez escuché a un famoso poeta dominicano aleccionarnos (a las escritoras) con Salomé: ésta sí había sabido ser poeta, maestra, esposa y madre modelo. Leyendo las epístolas de la poeta-esposa-maestra-madre he encontrado las mismas tensiones que afectan a la mujer escritora un siglo después: sentimientos de fragmentación,  exasperaciones domésticas,  afán por dilatar el  tiempo... El respeto por Salomé ha crecido y también la conciencia del desfase entre las imágenes asumidas desde lo oficial, con sus exageradas ficciones, y el vivo discurrir. Tomando prestada a Frijof Capra  una analogía, podría decir que entre la figura oficial y la vida de Salomé Ureña cabe la misma diferencia que hay entre un mapa y el terreno que trata de configurar.
Palabras de Salomé para describirle al marido su estado son: “Hoy he salido con Fran para distraer mi espíritu de esta pesadumbre que me agobia...  Poco alivio he experimentado. Con qué lentitud pasa el tiempo!”  (17)
“Comienza a respirarse el aliento de la primavera, que acabará por restaurar mis fuerzas agotadas por la angustia y el sobresalto. Vuelvo a esperar paciente la continuación de tus estudios y a creer que tu regreso nos hallara completos y sanos. A mí, algo avejentada por las contrariedades que no me será posible de evitar en absoluto, tratándose de una ausencia tan larga; ...” (18)

Francisco Henríquez, quien estudiaba en París con una beca del gobierno dominicano, exclama: “Que haya pan y salud para mis hijos, que de lo demás me encargo yo!” (...) “Abandona todos tus temores y todos tus pesares. Regocíjate de tener a tu lado tus tres hijos y con la satisfacción de vivir de tu trabajo!” (19)

Debió interpretar que los agobios de Salomé respondían a depresiones arbitrarias, “neurosis del ama de casa” se le llama ahora a ese vago, persistente y corrosivo sentimiento de estar sin estar, de estar no satisfactorio, de cumplir a costa propia. Todo esto lleva a colegir dos grandes momentos de variación y cierto estancamiento creativo de la poeta: el paso de soltera a esposa-madre y el largo tiempo de soledad, repleto de aflicciones emocionales por el bienestar de los hijos, el funcionamiento del instituto, los apuros económicos y el deterioro de la salud. Aunque la dignidad no le permite expresarlo explícitamente, me parece que en la duda de la poeta acerca de la calidad y consistencia del afecto que le profesa el marido estriba la mayor zozobra espiritual. Ante su particular conciencia del deber, ¿cómo interpretaba la dejadez del cónyuge?
Acobardase tanto es ridículo... -le reprocha Francisco H., concluyendo en una suerte de chantaje- ... por el camino que vas pronto serás víctima del nerviosismo, y podrás enfermarte de manera difícilmente curable. Si no puedes vivir contenta, dímelo con franqueza: entonces yo me iré; pero piensa que en caso tal todo se habrá perdido y que desde luego me condenaré a una vida oscura”. (20)
“Todo cuanto tengas que decirme, todas las quejas que contra mí puedas tener, reúnelas, acumúlalas, y cuando vuelva a respirar las brisas de la tierra, me las lanzarás encima: no me quejaré entonces” (21).

Salomé tiene la mejor imagen de su marido. Le ha reforzado el gusto por la ciencia y las letras y, asimismo, ha recibido de él lecciones en varias disciplinas. La estada de él en París ha sido producto de un acuerdo común, un sacrificio necesario. La actitud de soporte moral y estímulo se trasluce en el poema que le escribiera en julio de 1889, cuyo título es de por sí elocuente: “Adelante!”. Todavía ella no sabe cuánto se prolongará su ausencia y cuán distintas motivaciones podían mover al hombre.


Tú que del bien por la espinosa vía
firme, tranquilo, imperturbable avanzas,
y tus nobles y grandes esperanzas
en el estudio ves;
alta la frente, el ánimo sereno,
fija la vista al porvenir soñado,
irás contra los golpes escudado
de la pasión soez.

(...)


¿Qué son a la conciencia del honrado
los aplausos o el odio de un momento?
Rumores que se pierden con el viento
sin eco y sin valor (22).
(...)


Francisco Henríquez es joven, distinguido y amante del saber. Su preocupación por los hijos es irreprochable (no así su dedicación a éstos). Es un culto hombre de su tiempo. Empero, no es el compañero-amante de Salomé.  Poco menos que  inhumana es su actitud ante  los quebrantos de su salud. Como pidiendo auxilio, en los insistentes ataques de asma, la poeta describe en muchas cartas el desgaste que está experimentando. ¿Qué puede explicar que luego de su regreso de Francia, el hombre volviera a partir, esta vez para Cabo Haitiano, hallándose Salomé en debilidad extrema? ¿Qué explica que habiendo hecho la esposa tremendos sacrificios para que él culminara sus estudios de medicina no estuviera a su lado atendiéndola, cuando ya veían la proximidad de la muerte? ¿Es que para él la grandeza de ideales abstractos resumía y consumía todo? ¿O es que tras la retórica de caballero político se oculta el hombre incapaz de dar solidaridad, incapaz de reconocer y manejar sus elecciones y cobardías?

Es el siglo pasado, podría argumentarse, cuando la mujer no era más que madre y esposa sin derechos políticos ni educativos. A lo que podría agregarse que para un hombre de aquella época contraer matrimonio con una mujer que le sobrepasa casi una década en edad, además de ser intelectual reconocida, admitir que ésta viva de su trabajo y que emprenda iniciativas a favor de las mujeres, es ya mucho. Sin embargo, nada de ello resuelve la actitud del marido frente a la esposa. Repasando las cartas de una y otro, me pregunté si Francisco Henríquez había amado alguna vez a aquella mujer o más bien había elegido una compañera que encajaba en sus aspiraciones personales, un símbolo para que acompañara la imagen que de sí quería lograr.
Ella debió advertir esta realidad. Aparentemente adolorido, Francisco cita las palabras de ella:
“Tus debilidades de hombre y tus ideas políticas (con ínfulas de planes), no debes mostrarlas a cualquiera que no sepa excusar las primeras y comprender las segundas”. Eso me escribes. Qué quiere decir eso? Infulas de planes! Es la risa? Es la burla? Es la ironía?-



Salomé comparte con su marido las ideas de progreso, de la educación racionalista para cimentar la patria, del bien ser y el bien actuar. Pero sus visiones están divorciadas por actitudes contrapuestas. La grandeza de ideales, la patria y el bien en Francisco Henríquez comportan un signo abstracto; mientras que en Salomé estas cosas tienen denominación y sustancia cotidianas.
Conmociona el dolor emocional de la poeta y sus declaraciones de avejentamiento. Salomé Ureña, nuestro mito poético-patriótico, no tenía tiempo para leer, ni para peinarse y vestirse bien, ni para asistir a misa, ni pasear junto al mar en compañía de sus hijos. Todas sus cartas traslucen angustia y gravamen. Así lo deja sentado: “Los libros que me envías me llegan con regularidad; pero pocos he leído con gusto y aprovechamiento. Veo regularmente las obritas ligeras que ocupan un cuarto de hora o veinte minutos (...) La vida me parece un cargo y el mundo un desierto por donde voy penosamente sin rumbo ni guía” (23). “Tú pareces hoy más joven, yo, por el contrario, creo haber envejecido bastante (...) Aquella falta de gusto para vestirme y para salir, ha llegado a su máximum (...) Llevo la vida como quien arrastra una carga”. (24)
Es necesario que vierta en el papel el exceso de amargura que se desborda en mi alma, porque mi pobre corazón va a estallar (...) Pero Dios mío! Yo no puedo vivir así por más tiempo; si vivo aterrada, si tengo miedo a la vida, si tengo miedo de esta soledad de espíritu! (...) Yo no quiero títulos, yo no quiero nada que no seas tú. Por grandes que fueran las dichas y las pompas que me aguardan yo las diera todas por no haber sufrido lo que he sufrido” (...) ¿Recuerdas cuando me decías que mis aspiraciones eran muy mezquinas? Yo deseaba un hogar pequeño, un hogar sin lujo donde vivir contigo y mis hijos sin cuidarme del mundo, con tu cariño y tu virtud por toda riqueza”. (25)
El retrato que de sí misma hace es el de una mujer enamorada, pero, sobre todo, el de una madre agobiada, en continua culpa: “Mis hijos van creciendo como las plantas salvajes. Yo asustada y con la cabeza llena de pensamientos tristísimos, no tengo acierto para dirigirlos, para estudiar sus inclinaciones y encaminarles convenientemente (...) ¿Cómo ha de ser si por volar en tu busca me paso las horas con la cabeza entre las manos, y el espíritu lejos, muy lejos de cuanto me rodea?” (26)
“¿Quién te habla de recursos? Por mí no te atormentes, que yo sé arreglarme con poco. Hace tres años y medio que te ausentaste y ni una sola vez te he dicho que necesito nada. Tú has insistido siempre en suministrarnos algunos recursos, pero no porque yo me haya quejado nunca (...) debes comprender que te juzgamos a la distancia, y que no pudiendo explicarnos ciertas incoherencias tuyas, creamos que por momentos olvidas la necesidad de regresar cuanto antes al seno de tu familia (...) Nunca tome mis quejas como una acusación: son gritos del alma que no es posible contener”. (27)


Es entendible que más de cuatro años en el París de fin de siglo XIX habrán surtido cambios significativos en Francisco Henríquez. Es probable que afloraran los conflictos entre sus deberes hacia su hogar y la costumbre de vida parisina, acicateados por entretenimientos pasionales.  Uno de sus rasgos es  la posesión de ideas de grandeza. Su familia paterna ha empobrecido pero su apellido se reconoce. Está convencido de su propia bondad y nobleza de pensamiento. Nada le hará ceder en sus altísimos ideales.
En 1894 con el esposo en el hogar, alumbrando a Camila, con el placer poco común de estar junto a todos los miembros de la familia, Salomé experimenta el pulso de la muerte y de la vida. Escribe “Umbra” y “Resurrexit”, transmitiendo la exasperación y, luego, el flujo luminoso del fugaz placer. En este poema, en dos solitarios golpes de sombra/luz, se compendia el signo de la poeta, sus descensos y la imperancia de su vida interior, la soledad y los preciados lazos, las imposibilidades y circunstancias ineludibles junto a la voluntad y la soberana inteligencia...  Contrapunteo de su vida: lo universal y lo interior,  música y silencio, aceptación y rebeldía, ningún resquicio a la locura pero tampoco lugar para la tradición anuladora.
Salomé no tiene antecesoras en similares expresiones. Ejerce su libertad al escribir lo cotidiano, los apasionamientos, la crítica política, el plural movimiento que desborda la linealidad con la que se ha perfilado en la cultura escrita el temperamento femenino. Su poesía es un dialogar los hechos que la circundan y envuelven, como si tratara de aclararlos sin más fin que el vivir mismo.
Veamos Umbra y Resurrexit (dedicado al esposo), casi al final de la vida, recogida la batalla perenne entre el ser y el morir de cada día:
umbra
La mirada sin luz, la mente ansiosa,
corto el aliento al pecho,
en ruda agitación se va la vida...
Allá perderse en la penumbra vaga
miro las prendas del hogar benditas,
mis hijos, en su cándido abandono,
ajenos al amago
de la suerte sobre ellos suspendida,
y tú, de pie, bajo el dolor inmenso,
nublada por el llanto la pupila.

Resurrexit

Brota la luz en deslumbrantes ondas,
el aire al pecho fluye,
el espíritu absorto se reanima,
y cunde y se dilata en las arterias
el ritmo palpitante de la vida.
Y bajo el ala cándida que extiende
sobre el hogar en gozo
ángel nuevo de paz que el cielo brinda,
surgiendo victorioso de las sombras
el cuadro de mi amor esplende el día.(28)



La firmeza, a pesar de los estragos afectivos y políticos, nunca dejó de caracterizar a Salomé. En febrero de 1896, le escribe a su marido nuevamente ausente: “Un día me negaste la facultad de pensar: yo no tengo ideas ni las he tenido nunca. Esto me ha hecho reír varias veces porque yo no varío mi modo de pensar. Conviene hacer tal cosa: Pues eso es lo que debe hacerse por encima de fulanito y zutanito que no opinan como yo (...) ¿Qué no sabes pensar con tus ideas? No soy yo quien te ata sino los consejeros gratuitos que tu tontería ha dejado convertir en autoridades (...) Yo tenía razones para impedirte el viaje y lejos de eso no mirando mas que tu bien y el de la familia, me sobreponía al peso de la fiebre para inspirar confianza, y te deje partir” (29).  Esta mujer cuando escribe estas letras está padeciendo en cuerpo y alma.
Su desencanto ya se ha dejado sentir. En carta que escribiera a Francisco Henríquez en octubre de 1895, a partir de una nimiedad, expresa el cúmulo de sus decepciones:
Siento que mi primera carta lleve una protesta, pero hace tiempo yo no recibo de ti sino contrariedades (...) Todos mis grandes ideales han caído y ahora me limito a pequeños deseos que tampoco veo realizados. Soñaba con un cuadrito en que estuvieran reunidos mis cuatro hijos así como tengo a los tres primeros. Cuadro lleno de luz y de inocencia. Tú creíste que plantando tu figuron en el medio te convenía más; y a pesar de lo antiestético de tal idea y de las observaciones mías debías estar allí quitándole el puesto al hijo idolatrado que está detrás de ti como una figura vista en jarro o como una lagartija seca”. (30)

En agosto de 1896, Salomé escribía desde Puerto Plata: “Creo y lo repito que debieron hacerse todos los sacrificios por grandes que fueran, para tratar de salvarme a tiempo. Ya es demasiado tarde” (31). Esas, sus palabras, son suficientes para comunicarnos toda su vida.

La educación de las mujeres
Muchas informaciones se han difundido sobre el Instituto de Señoritas dirigido por Salomé Ureña. Quiero, por tanto, hacer sólo algunas anotaciones que me parecen de lugar.
*El acceso de las mujeres a niveles más altos en la escala de la educación formal, fue vislumbrado por Salomé como una vía de emancipación, visión que permanecerá y se inflará con el tiempo. Sobre todo a partir de la segunda mitad del siglo XX, esta será idea predominante.
*El racionalismo y positivismo hostosianos, bajo los cuales se orienta el Instituto de Señoritas, está influido por corrientes de pensamiento que revisaban y hacían nuevas formulaciones sobre la mujer y sus desempeños sociales y domésticos.


*El Instituto de Señoritas se funda en el 1881, para esta época está en gestación lo que se ha dado en llamar “la primera oleada del movimiento feminista”.  Entre los siglos XVII y XIX las luchas de las mujeres se orientan a solicitar cambios educativos y apertura para ellas de las instituciones educativas. Hay que recordar que los movimientos de mujeres en los distintos países se inscribían  en las tendencias de democratización social. Para el final del siglo XIX se habían escrito documentos y libros influyentes en el pensamiento social, principalmente en Europa (“Sur l’admission des femmes au droit de cité”, Condorcet, 1788; “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana”,  Olimpia de Gouges, 1791; “Vindicación de los Derechos de la Mujer”, Mary Wollstonecraft, 1792; “Teorías de cuatro movimientos”, Charles Fourier, 1808; “La Sujeción de la mujer”, John Stuart Mill, 1869; entre otros).
*Según refiere Camila Henríquez Ureña, su madre fue duramente censurada por “querer sacar a la mujer del seno protector del hogar”. Sin embargo, la institución ganó considerable prestigio. Inició sus labores con 14 alumnas. En 1885 contaba con 20 estudiantes. Al 1887, su matrícula se había elevado a 64: 58 muchachas y 6 muchachos; número bastante alto para las condiciones de la educación por entonces (32). De este plantel vale destacar como aporte y novedad: la orientación científica, la formación sistemática de mujeres en educación secundaria y la atención prestada a la preparación integral de las alumnas.
*Los grupos de maestras formadas en el Instituto de Señoritas, luego, Instituto Salomé Ureña componen el núcleo intelectual del que partirán los hilos para la organización de las mujeres requiriendo derechos civiles e intelectuales. Es el punto de partida para el surgimiento de una nueva conciencia femenina que fue abriéndose paso entre resistencias machistas y las obsesiones que intentaron sepultar las influencias hostosianas.
Estas maestras fueron las feministas dominicanas que influyeron por décadas enseñando, formando instituciones, escribiendo artículos en la prensa. Mujeres de coraje. Lo poco o mucho que lograron, fue, las más de las veces, a un alto costo personal. Pero crecieron, escribieron, pintaron, organizaron, se expresaron; y si luego la dictadura trujillista terminó absorbiendo parte, no por ello su siembra dejó de fructificar.
*Salomé confirió al Instituto de Señoritas su propia personalidad. Su carácter afirmado y su pasión por el conocimiento y la poesía van a sentirse en las maestras que allí se graduaron. El valor que para la poeta reviste esta institución puede observarse por una actitud. Nunca salió del país y la ocasión que al parecer se presentaba la rechazó, no obstante el profundo deseo de encontrarse con su marido. En carta fechada el 29 de junio de 1889, le manifiesta a éste:
“Respecto de mi viaje te diré que es una idea muy halagadora, pero de muy difícil realización. El imposible es el Instituto, imposible, imposible, esto sin mí se desplomaría, y nuestra obra es de porvenir. Solo suspendiéndolo pudiera yo irme, y eso en cierto modo también sería destruirlo, porque probablemente se desalentaran los cursos teóricos en donde hay alumnas de grandes esperanzas que yo sentiría mucho se me desbandaran” (Epistolario, pag. 164).
El grado de dedicación que implicaba el funcionamiento de este plantel queda patente en la carta en la que refiere los esfuerzos para que el segundo grupo de jóvenes obtuviera su título antes de la partida de Hostos. En noviembre del 1888, escribe: “Las discípulas comprometidas vienen desde las siete de la mañana y se van a las seis de la tarde. No dejamos libre mas que la hora de doce a una en que se descansa un rato y se come para comenzar de nuevo” (Epístola pag. 149).
Salomé respeta a sus alumnas, les imprime confianza en sus capacidades, comparte con ellas en auténtica amistad. Y es probablemente esta empatía lo que más influirá en el comportamiento de estas jóvenes.


Creo, asimismo, que les comunica dos cualidades de capital importancia en Salomé: su sentido de “saber para qué” actuaba, ignorando soberbiamente intrigas y opiniones desmoralizadoras (reiteradas veces aconseja a su marido al respecto) y, por otro lado, su modestia ante el propio saber. Llama la atención que en sus numerosísimas epístolas no se encuentre una sola alusión a su estatus como poeta e intelectual. Su sencillez alecciona.
En 1887, con motivo de la investidura del primer grupo de graduandas del Instituto, escribió:
He visto a las pasiones/ levantarse en tu daño conjuradas/ para ahogar tus supremas ambiciones,/ tus anhelos de paz y de progreso,/ y rendirse tus fuerzas fatigadas/ al abrumante peso (...) Ah! La mujer encierra,/ a despecho del vicio y su veneno,/ los veneros inmensos de la tierra,/ el germen de lo grande y de lo bello (...) Hágase luz en la tiniebla oscura/ que el femenil espíritu rodea,/ y en sus alas de amor irá segura/ del porvenir la salvadora idea (...)” (Mi ofrenda a la patria).

          El Instituto de Señoritas fue una auténtica ofrenda de Salomé Ureña para las mujeres y para su pueblo. Y si aquilatáramos la influencia del pensamiento y las ideas, tanto como las batallas, esta poeta debería ser nombrada madre de la nación dominicana.

Citas

(1)     Poesías Completas. Ciudad Trujillo, 1950.
(2)     Constantino Kavafis, Obras Escogidas, pag. 13. Traducción Alberto Manzano. Teorema S.A. Barcelona. 1984.
(3)     Carl G. Jung, Reconquista de la conciencia, Recopilación Los complejos y el inconsciente.  pag. 68). Alianza Editorial. Madrid 1992.
(4)     Herber Mander. Feminismo y Arte. Un estudio sobre Virginia Woolf. Editorial Debate. Madrid 1968.
(5)     Poesías Completas, citada.
(6)     Epistolario (I) Familia Henríquez Ureña.  Pag. 175. Secretaria de Estado de Educación, Bellas Artes y Cultos. Santo Domingo, R.D. 1996.
(7)     Epistolario (I) pag. 266.
(8)     Poema Mi ofrenda a la patria. Poesías Completas.
(9)     Silveria R. de Rodríguez Demorizi. Salomé Ureña de Henríquez, pag. 18. Editora Taller, R.D. 1984.
(10)   Silveria R.  Op. Cit., pag. 16.
(11)   Epistolario (I), pag. 3.
(12)   Epistolario (I), pag. 19.
(13)   Epistolario, pag. 28.
(14)   Epistolario, pag. 67.


(15)   Epistolario, pag. 41
(16)   Epistolario, pag. 44.
(17)   Epistolario, pag. 53.
(18)   Epistolario pag. 55.
(19)   Epistolario, pag. 58.
(20)   Epistolario  pag 71
(21)   Epistolario  pag 88
(22)   Poesías Completas.
(23)   Epistolario, pag. 142.
(24)   Epistolario, pag. 171.
(25)   Epístola, pag. 195.
(26)   Epistolario, pag. 194.
(27)   Epístolas, pag. 201-202.
(28)   Poesías Completas.
(29)   Epístolas, pag. 228.
(30)   Epístolas, pag. 212
(31)   Epístolas, pag. 246
(32)   Referencias e ideas de esta parte pueden encontrarse en el libro Emergencia del Silencio, La mujer dominicana en la educación formal.  Capítulo Segundo (El trepidar de la sensibilidad). Angela Hernández, Editora Universitaria, UASD, 1986.


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