El equilibrio de la vida en la novela de Ángela Hernández: Leona, o la fiera vida
Por Jeannette Miller
Ángela Hernández es una
prestigiosa escritora dominicana, con una obra amplia y seria que abarca
poesía, narrativa, ensayo, investigación… renglones en los que ha obtenido
éxito. No hablaremos de sus premios en casi todos los géneros que ha trabajado,
aunque todavía le falta el más importante del país, que hace tiempo merece.
Tampoco voy a hablar de su persona; un ser humano que parece deslizarse en medio
de una vida procelosa y brillante, sin permitir que la penetren las
oscuridades.
Cualquiera que la ve con su
bondad a flor de piel, tono de voz pausado y melodioso, pero, sobre todo, una
sonrisa “beatífica” -como hubiera dicho Manuel Rueda-, no imagina la fuerza de
sobrevivencia que guarda su mente, pero por encima de todo, su inmenso corazón.
Y esto lo confirman sus textos,
desde el cuento “Masticar una rosa”, la noveletta Mudanza de los sentidos, y hoy, la que considero la obra mayor de
esta saga: Leona o la fiera vida,
novela que publica con acierto el sello Alfaguara.
Por la calidad de sus escritos y
por el prestigio de la casa editorial, hacía tiempo que yo deseaba que
Alfaguara publicara a Ángela, o que Ángela publicara con Alfaguara. El momento
llegó, y como resultado podemos tener en la mano un libro con todas las de la
ley, al que desde ahora le auguro grandes éxitos.
Leona o la fiera vida es una novela que
abarca tantos aspectos, que me he propuesto abordarla desde algunos de ellos,
por considerarlos los más representativos para mí.
El primero es el uso del
vocabulario muy unido a la identidad y al perfil sicológico de sus personajes.
La mayoría oriundos de Quima (su natal Buena Vista), el pueblo-paraje que
podríamos afirmar como el Macondo de Ángela, donde todo es posible;
principalmente la solidaridad, la piedad, la igualdad y en ese mismo sentido,
todos los sueños.
Como en una película de
Passolini, el lector ve desfilar los echadías que cojean, los pequeños
comerciantes que van de puerta en puerta y a los que les faltan dientes, el
maestro de escuela dictatorial, la yegua llamada Batalla, el guardia amenazante,
el rico engreído… pero, sobre todo, las mujeres; dueñas y verdaderas
protagonistas de todo. Mujeres viudas, mujeres engañadas, mujeres abandonadas,
mujeres pobres, desarrapadas... que entretejen lazos de atracción y rechazo,
donde no importa que una sea chismosa, agresiva o puta para contar con la
solidaridad de las otras, en los momentos cruciales de su vida.
Son tantos los personajes y tan
diversas y mágicas las situaciones, que a veces el nombre de la persona no
importa, sino el hecho; esos hechos que van de la más simple y pura
cotidianidad, para convertirse en ejemplos de un drama conmovedor, como el
intento de violación a Leona por parte de su cuñado; o el final feliz de un
cuento de hadas, cuando encuentran las tres monedas de oro que dejó Enmanuel
enterrados, por si moría, cuando viajó enfermo a la capital.
La nominación de su entorno, que
es el aspecto más bello de esta novela sumamente descriptiva, va cargado de un
lirismo que Ángela asegura utilizando los adjetivos como epítetos (fiera vida,
gorda mata), elementos que aportan a su narrativa un ritmo poético que, aunque
apenas se percibe, funciona perfectamente. Asimismo, en medio de un párrafo
narrativo y solo separado por una coma, inicia en mayúscula lo que dijo una
persona, dentro de la narración de Leona, aunque otros parlamentos están
señalados con los signos ortográficos que demandan, pues son parte del
acontecer inmediato.
Desde el más pequeño de los
insectos, hasta la escala apabullante de árboles enormes y tupidos, siempre
respaldados por el bloque de montañas azuladas, los nombres de las hojas, de
las plantas curativas, de las raíces, de las cárceles de selva húmeda, de los alimentos,
tal y como los llaman en Quima, de sus ecosistemas, sus gentes, sus costumbres…
te envuelve; en un viaje retrospectivo, donde no solo nuestra historia reciente,
sino las huellas de “lo inicial”, se registran, se evidencian… y el río
permanente, el río de la vida que arrastra, que vadea y se devuelve, que retoma
su curso, como si las manos de la escritora fueran guiadas por Heráclito.
La narradora mezcla tipos y
niveles de lengua, que en ella son permitidos, y al lado de un término
campesino encuentras un vocablo culterano, pues sus personajes y lo que hacen,
resultan más importantes que la Era de Trujillo o la Guerra de Abril,
acontecimientos históricos que sólo sirven de telón para que haya mudanzas y
cambios en la familia que afectan y definen a su miembros. Como el hermano
amado, Virgilio, arquetipo de inteligencia y de bondad que se convierte en
revolucionario y que está presente en la novela solo a través del amor de su
familia y principalmente de su hermana Leona.
O el odioso Lorenzo, jugador,
bebedor y abusador, hermano mayor que solo las utilizaba para su provecho y que
terminó enganchándose a la guardia, pero a quienes ellas perdonaron porque era
su familia; los limosneros y pedigüeños que iban día día a esperar la
generosidad de Beba, la madre viuda, pobre también, cabeza de familia, mujer
espartana, madre coraje, que se envolvía en una coraza de órdenes militares y
estrictas exigencias morales, para que sus hijas estudiaran e hicieran las
labores del hogar y así asegurarles un futuro y protegerlas de las malas
lenguas y el descrédito.
La vecina que te pasa los
víveres; la otra que sale preñada de un bandido que la abandona; el
terrateniente con varias queridas… pero también una niña que juega pelota mejor
que un niño, un joven adolescente con voz atiplada adornando la misa de los
domingos, y una desquiciada que tocaba el acordeón de su padre muerto, como una
virtuosa.
Muchos pudieran catalogar Leona o la fiera vida de novela
costumbrista, pero ¿qué texto que aluda a la realidad y a sus entornos no lo
es?
La vida y sus circunstancias; las
leyes del azar y la violencia; y cómo respondemos a ellas… Esa es, en el fondo,
la verdadera estructura de la novela. Una novela que tiene dos grandes
protagonistas: Leona, narradora y personaje alrededor de quien se desarrolla lo
que se cuenta. Escritora desde el inicio del cosmos, bendita por la “causa” y
destinada a soñar para encontrar la verdad de las cosas… Y Beba, su madre,
omnipresente, física o mentalmente, en esos permanentes recuentos de la memoria
en los que Leona asocia todo lo nuevo con lo que ha vivido.
También es muy importante, su
permanente declaración de creencias, espirituales, su filosofía de vida: la
consustanciación del hombre con la naturaleza, la capacidad milagrosa de
repetir las oraciones, la búsqueda del fondo de su alma, y principalmente esa
ley que esgrime desde el inicio del libro y que solo puede ser respondida con
amor: “Algo se me daba, algo se me quitaba. Si recibía, ya debía prepararme
para perder”.
Aunque parezca mentira, la novela
de Ángela Hernández está salpicada de citas de los místicos católicos, de
grandes autores literarios de occidente y de pensadores orientales; con todo,
estas alusiones que confirman sus puntos de vista, no disgregan el texto.
Porque la escritora como dueña de lo escrito esgrime sus permisos a conciencia.
Así vemos mezcla de vocabulario, agresiones a las reglas de puntuación y citas
propias de una persona sumamente leída en boca de un personaje rural, por lo
que podríamos afirmar que esta novela resulta un texto sumamente contemporáneo.
La escritura, casi barroca, de Leona o la fiera vida no le ha sido
fácil a Ángela Hernández; la diversidad de mundos que abarca (el real, el
imaginario, el deseado…) y lo heterogéneo del vocabulario que utiliza, han podido
encontrar un equilibrio que hubiera parecido imposible a cualquier otro autor.
Pero Ángela Hernández es una de
nuestras mejores escritoras-escritores. El pleno dominio de su oficio le ha
permitido jugar con la ficción y plasmar una escala de valores, de convicciones
y creencias que la definen como Ser.
Para mejor definirla tomamos del
texto que cierra la novela. Cito:
“Ya sabía que lo claro de la vida
no tiene que ver con el lugar, sino con los horizontes… Por alguna razón nací
al mismo tiempo que Batalla, por alguna razón fortalecí mis huesos escalando
pendientes y vadeando ríos, y aprendí la pauta del equilibrio cargando cientos,
miles, de bidones de agua sobre mi cabeza erguida. Por alguna razón mi mente
mantenía el control en los momentos de peligro, hasta sortearlos… Por alguna
razón poseía ojos alagartiados y nombre de fiera. Por alguna razón el agua del
amor humedecía constante mi alma rebelde…
“Algo se me daba, algo se me
quitaba.
“Lo que tengo lo debo a lo
perdido; lo que soy, a lo que nunca pude ser”.