Aunque
la absoluta libertad es mito, ideal o mera ilusión, quiero creer que la
escritura cristaliza en los linderos de esa absoluta libertad.
Busco seguir “la condición humana” por los leves o bien lujuriantes hilos en que se
contraen o distienden imaginación y pensamiento.
IMAGINACIÓN, LIBERTAD Y COMPROMISO
“Un escritor es alguien que viaja hacia la
verdad por un camino inesperado”, señaló Roberto Bolaño. En mi caso, en ese
“viaje”, imaginación, libertad y compromiso fueron revelándoseme como corrientes
intrépidas que convergían o coludían, labrando ese “camino inesperado”, cuyo
trasfondo es la versátil y hechizante danza entre el pulso individual y la piel
colectiva.
Hoy es momento propicio para
compartir con ustedes algunos hitos de esa danza. Que sean estas palabras mi
sencillo elogio a la libertad, pues mi relación con esta se asimila a mi abrazo
a la escritura.
Mi madre, mi padre, abuelas y abuelos pertenecieron al
universo rural, donde un libro no era objeto común. Pero es seguro que si me
fuese dado seguir el rastro de sus voces me encontraría con unos ancestros
exploradores. Contar historias era una actividad corriente en mi familia. Mamá
narraba unas historias de parientes que se perdían en un tiempo fantástico, en
el que había una india taína, un guerrero a caballo y una muchacha que arribó a
la isla “huyendo de las revoluciones”. Al anochecer, en casa de la tía Berta,
parientes y allegados se encontraban para referir sucesos reales o ficticios,
en una atmósfera fragante de café tostado y palpitaciones anímicas.
Las fabulaciones y la instrucción moral, espiritual y
cívica componían un todo. De mi padre no
consigo recordar ningún rasgo físico, pero retengo un dato relevante: era un
hombre inclinado a compartir el pan. Y nos legó una aserción rotunda: “La
pobreza no es justificación para perder la dignidad ni comprometerla”. De mi
madre, recuerdo vivamente tres lecciones, las cuales nos transmitía con su vida
misma. a) Honestidad: jamás ostentar ni de un centavo del cual no esté clara su
procedencia para todos. b) Valor: No se puede andar por el mundo lleno de miedo
y temores. Dar la cara. Mantener la presencia de ánimo en todas las
situaciones. c) Cuidar de la lengua: no murmurar de nadie, “por la boca muere
el pez”. Una frase puede condenar una vida, o bien redimirla. Esta atención al
poder de la palabra, para instituir o para socavar, me influyó,
definitivamente.
Nuestro entorno, a finales de los cincuenta y
principio de los sesenta, incitaba a fabular, ya que se vivía bajo nebulosas
amenazas y sospechas. La palabra directa podía acarrear peligros. Las opiniones
se disfrazaban en cuentos protagonizados por terceros, si de antaño, mejor. La
historia sombría se transformaba en inocua ficción.
Hay una imagen que por alguna
razón que ignoro guardo con acusada viveza. Por los cielos zumbaban aviones. Yo
cosía con parsimonia y deleite una muñeca de trapos y alzaba mis ojos, animados
de un enorme interés, tratando de seguir el curso de los aparatos que habían
venido a rasgar la calma aparente de aquel lugar en las montañas. Tenía cinco
años de edad. Y percibía este murmullo, este rumor, matizado de estupefacción,
como una excitante primicia. Lo que sucedía y se comentaba por lo bajo era el
arribo al país de expediciones de “barbudos” con pretensiones diabólicas
(tumbar al Jefe). En ese tiempo se vivía en un limbo y en un cepo. La historia
era el limbo y era el cepo. La historia y la política, viciadas, tanto
arropaban a la gente, al punto de sofocarla, como la apartaban. Pese a todo, la
vida seguía imperando, floreciendo… Éramos parte de ese empuje de vida, éramos
parte de los susurros y las expectaciones. La imaginación nos redimía en algo,
nos enlazaba a un todo.
Las mudanzas durante mi infancia y adolescencia me
expusieron a una variedad de estímulos, para bien o para mal. En cada sitio,
conocía personas muy diferentes entre sí. Me alucinaban sus destellos, sus
secretos y avideces. Percibí bien temprano aristas de la ruindad, percibí lo
temible que puede albergar un ser humano bajo apariencia de normal. Pero,
asimismo, noté bondad, gestos abrigadores, el apremio y sed de amor en la
gente; el épico heroísmo del corazón en llamas, que a veces termina en
desgracia.
Descubría, meditaba. Y dejando atrás la niñez, descubrí
el cine y la geografía universal. Vi por dentro a cuerpos marciales, a una
orden religiosa, a un cura español que perteneció a las falanges franquistas,
aviones de combate, alambradas ciclónicas, carros de asalto. Un bosque de
fantasmas y pólvora que asustaba hasta a los capitanes. Leía muñequitos, vidas
de santos y santas, novelitas de vaquero, novelas rosa. Conocí la resistencia.
La agonía del espíritu que busca su sitio en este mundo.
Ideé convertirme en astronauta o en exploradora de los
fondos oceánicos, en científica de las plantas, en música, en jugadora de
tenis, en médica, en esposa plena y madre de una docena de niños y niñas. Nunca
pensé que podría convertirme en escritora. Eso era demasiado. Don de los
cielos. Conforme a mi mirada de entonces, las ficciones y poemas brotaban de
los elegidos con impulso similar al agua del conocido manantial, cuya visión me
pasmaba pues me parecía la traslúcida evidencia de otro mundo, un mundo del que
se escapaban, incesantes, los sueños.
Un tiempo polivalente, espiritoso, veteado de tirones y
expectantes sutilezas. Un desierto espiritual con un oasis de redonda y
ardiente felicidad. Consumía libros, los que aparecieran. A media tarde,
flotaba en las aguas turbulentas del Yaque como cualquier pedazo de madera. En
el frío de diciembre, caminaba de madrugada por el parque apartando la fina
neblina con mis dedos. Oía en las personas de todas las edades una música
inédita que me llenaba de curiosa alegría. Esa música cesó de golpe, quizás fue
eso lo que me empujó a escribir, para seguir buscándola.
Pero a lo mejor ese impulso siempre estuvo ahí. Lo sentí
por primera vez siendo niña crecida. Recuerdo cómo despertó mi interés el
anuncio de un certamen de novela, en el que prometían un premio que me sonó una
fortuna. Empecé a idear un relato en el que visitantes de otra
galaxia aterrizaban su nave en el bosque por detrás de mi casa. Daba vueltas y
vueltas al diálogo que tendría lugar entre los extraterrestres y yo (por alguna
razón habían decidido no comunicarse con otros lugareños y mantenerse invisibles
entre los árboles). Las ramificaciones de la historia llegaron a abrumarme,
pero no logré escribir una línea, ya que me había propuesta la imposible
empresa de determinar la lengua de los caprichosos huéspedes de la arboleda.
Debía de cambiar de tema. Entonces comencé a garabatear unos párrafos sobre una
muchacha pecosa, demacrada, de gruesos labios y género indefinido, cuyos
cabellos parecían una llamarada de leña verde. Todos se burlaban de su rareza.
Pero vino a ocurrir que en la Capital se convirtió en una estrella. Obvio, se
trataba de una versión de “El patito
feo”. Quedé muy decepcionada con mis
intentos. ¿Cómo podía ocurrírseme tamaña empresa? Escribir era demasiado, casi
para cualquier humano. Con esta resuelta conclusión enterré ese primer impulso.
Pasarían muchos años antes de que volviera a pensar seriamente en ello.
Ingresar a la UASD significó una especie de breve
revolución en mi vida. Una oportunidad extraordinaria, gracias al Movimiento
Renovador. Pero los vientos prevalecientes soplaban en dirección contraria a
mis inclinaciones literarias. Fue el principio de un periodo en que me
persuadí, no sin resistencia, de que ser imaginativa representaba, más que un
don, un molesto escollo. De entregarme a juegos fantasiosos, al cabo del tiempo,
perdería sentido de “realidad”. (Por
entonces, se insistía en eso de “la objetividad” y “la subjetividad”, esta
última llevaba siempre las de perder). Esta conclusión se tradujo en
sobrestimar las leyes científicas y sus corolarios. Me aferré a la lógica racionalista, prometedora de
certezas. Durante años, trabajé con arduidad en sus coordenadas, hasta que hube
de aceptar que estaba matando una parte esencial de mí. Que cada persona es lo
que es. Y esto determina el punto de partida para el resto.
Una
noche, a comienzo de los ochenta, sentía en mi boca el sabor agridulce de una
difícil decisión. El olor del mar me alumbrada en la oscuridad. No sé cuánto
tiempo llevaba allí, callada, inmóvil. De pronto, fui presa de una pulsión
irresistible. Eché manos a una servilleta y en ella anoté: “Mis ojos todavía
eran verdes…”, y las otras líneas de las que surgiría mi cuento “Masticar una
rosa”. Recuerdo como ahora esos instantes de temblorosa felicidad. Me hallaba
ante un umbral anunciándose. El cambio venía galopando en las letras.
Supe
que habría de consagrarme a escribir, pero ignoraba cuándo. Durante muchos
años, escribiría mis poemas y mis cuentos en breves lapsos arrancados a las
inacabables jornadas de trabajo. Algunos los concebía mientras dormía (entonces
me levantaba y anotaba; recuerdo que los versos génesis de mi libro Arca espejada florecieron en un sueño y
que los garabateé en papel de estraza, en la oscuridad, porque no había luz y
no daba con las velas y los fósforos); otros textos los escribí durante viajes;
y varios en convalecencia de enfermedades.
Escribir es una acción ciertamente alquímica. Estaba
entrando “en razón”. Esta vez, me descubría tejiendo (con palabras) no para
esperar a un Ulises, sino para llegar a mí misma en el encantamiento de la
realidad y en los lazos comunicantes.
Puedo afirmar, pues, que en años
cruciales viví en carne propia la tensión entre ortodoxias y libertad
expresiva. Conocí, y fui parte, del insondable y genuino fervor por
transformarlo todo y acabar con las insufribles injusticias, pero esto
conllevaba, paradójicamente, un enconado desprecio por los frutos de la
imaginación. La casi enferma necesidad de exactitud ideológica y el miedo a
equivocar las ideas, comportaban un hostigamiento a las facultades intuitivas,
una rudeza con ciertas regiones de la conciencia. Comprender esto, y a la vez
no desvanecer ni un ápice la sensibilidad social, significó una solitaria
travesía en la que me embarqué tutelada por buenos libros, valores específicos
de mi formación hogareña, el afecto familiar, más el empuje de una arrebatadora
pasión. Supe que me vería obligada a congeniar con el vacío; a lidiar con
esporádicas tormentas, con la duda e incluso con el error. Que, dejando a un
lado peso muerto, habría de acomodar mis sentidos a las palabras, a fin de que
estas me cedieran algo de sus acentos antiguos, algo de su portentosa viveza
presente, algo de los arcanos que transportan.
Como
pueden ver, cconciencia de la escritura y conciencia del lenguaje,
en mi caso, se han encaminado mutuamente. La atención a la naturaleza del
lenguaje inició al advertir el menoscabo que la alienación, todo género de
alienación, surte sobre el mismo. La escritura, esto creo, resuma desde una
intrínseca propensión hacia la libertad. Privado de libertad, aun el cuerpo es
atacado por difusas penurias y encallecimientos.
En
mi conciencia de escritora en formación, liberar el lenguaje equivalía a abrir
de par en par las puertas del alma y todos los poros de la intuición, desnudar
el ser aceptando una parte de desasosiego. Equivalía a sonreír en las espesuras
desconocidas, al tiempo que experimentaba un calorcillo confiado en todo el
cuerpo. Debía confiar, mantener viva la llama interior, no hacer concesiones a
quejas, aprender de todos los trabajos por forzosos que fuesen.
¿Qué
seríamos, ustedes, yo, nosotras y nosotros, despojados de sueños, ideales,
utopías, invención, gusto por los lances del espíritu y las audacias creadoras?
Imaginar e imaginarse, pisar tierra y lanzar el corazón hacia las vastas
conquistas del espíritu, han dibujado el perfil de la humanidad, ¿no es así?
Ahora bien, para que todo lo anterior cobre verdadero
balance, conforme a mi visión, debo aludir a compromiso. No quiero olvidar ni desconocer
mis orígenes. Jamás. En mi generación, nadie escapa a ciertos “demonios
históricos”. Las sombras de invasiones,
gobiernos tiránicos y servilismos extremos son una especie de mordedura en el
espíritu, una quemada en el cerebro. Y no lo es menos, la violencia que se
filtra a los espacios familiares e interpersonales. Nunca podré borrar los
episodios de daño a niñas y niños que vi con mis propios ojos infantiles. Por
otro lado, desde que tuve uso de razón, vi a mujeres con una fuerza
vital casi incomprensible, muchas de las cuales trabajaban como
bestias de carga, sujetas a una existencia plagada de dolor, frustraciones y
resignación. Disminuidas, invisibilizadas, reventadas día a día, poco amadas
por sus hombres. No entendía. No podía entender. Lo que se tomaba como
tradición inalterable a mí me sublevaba, instintivamente. Acumulé indignación.
Luego, aflora en mi literatura el retrato de esos vínculos en los que opera un
poder que embrutece a unos en tanto apaga a otras.
Llama mi atención sobremanera
la opacidad de la historia. La fenomenal riqueza de conocimientos e inventivas
sobre la que ha rodado todo género de veladuras. Me mueven héroes y heroínas
anónimos en las penumbras de los tiempos. Esos “nadies”, esas “ningunas”, que
encarnan la batalla cotidiana por respirar y dar un paso más, al tiempo que,
por fuerza o por movimiento natural, cultivan en sus reconditeces un hálito
solidario, consolador.
Mi foco en la narrativa concierne a la solapada
voracidad de poderes que se ciernen sobre las personas, torciendo sin piedad
sus destinos, enrareciendo el curso de la sociedad, emponzoñando las
relaciones. Mi tema, en suma, apunta a la fragilidad y a la porfiada fuerza
patente en personas o poblaciones enteras sometidas a aislamiento o despotismos
de diversa índole; vulneradas por
privaciones críticas.
Me resulta
del todo imposible apartar la escritura de la moral política, la ética del
vivir, las intersecciones y dilemas de la cultura humana. Todos los jalones de
mi memoria y la meditación sobre el presente así lo deciden. Me considero, pues, una escritora comprometida. Ahora bien, al momento que pronuncio esta
frase ondeo una bandera que en rojo dice: ¡alerta!, pues compromiso no
significa trabar las ideas ni amañar el pensamiento crítico ni renunciar a la
soberanía de la interrogación; no significa plegarse a una ideología o a una
autoridad. La escritora o el escritor que pierde su libertad, ha perdido su
alma, su alma creativa, su sentido. Se dejará subyugar por los poderes en boga.
Se volverá, a la larga, un prisionero de su propia imagen.
Aunque
la absoluta libertad es mito, ideal o mera ilusión, quiero creer que la
escritura cristaliza en los linderos de esa absoluta libertad.
Busco seguir “la condición humana” por los leves o
bien lujuriantes hilos en que se contraen o distienden imaginación y
pensamiento.
Hoy
día, cómo escribir “en una torre de
marfil”, cuando te topas por doquier con
las voces ruinosas de la miseria, con la corrupción, cuyo impudicia no conoce
límite, con la retórica fraudulenta, con las más burdas intolerancias hacia
“los otros”, con actitudes y posturas desmoralizantes, con una historia que es
una sucesión de tenaces luchas por hacer posible este país… Con un mundo en
equilibrio inestable en el que incuban y se multiplican los factores de guerra,
con un planeta que alteramos peligrosamente como si poseyéramos un cómodo
residencial en otra galaxia.
Puedes
ver con meridiana claridad todo esto y mucho más, día a día, hora a hora, y a
la par, experimentar tu impotencia, tu justificado escepticismo, tu esperanza
menoscabada. Puedes rebosarte de amargura y de cinismo. Sí, ciertamente, pero
también tienes la oportunidad de aquilatar el talento increíble de este pueblo
para sobreponerse a las debacles, las pruebas de creatividad y arrojo que
pululan en cualquier barriada, en cualquier caserío campesino. Ver que en todas
partes aparecen personas honestas que se esfuerzan al límite de sus energías.
Ya no te sientes una hoja arrastrada por una corriente violenta sino una
persona, una ciudadana. Y como tal te es dada la facultad y el derecho de,
cuando las circunstancia lo requieran,
nadar contracorriente, aportar tu granito de arena para revertir
dinámicas destructivas, y renovar fuentes de bienestar moral y espiritual.
Esta,
mi época, nuestra época, nos trae también maravillas impensables en el pasado.
Preciosos desafíos. La cuestión estriba en cómo y para qué emplear estas nuevas
maravillas.
III. LIBROS Y BIBLIOTECAS
Quién de nosotros no evoca de cuando en
cuando a aquella profesora o profesor que, aparte de lecturas obligadas por el
programa, se ocupó en inspirarnos el amor a los libros. Aquel profesor o
profesora que leía poesía, novelas, cuentos… Su mérito es alto.
Llevo en mi corazón a personas como esas,
pues los libros habrían de enhebrar todos los ciclos de mi vida. La lectura no
me dejaría perder pie. De ahí mi interés por la existencia de bibliotecas
públicas en barrios y municipios. Crear nuevas o fortalecer las contadas que
hay. Hablo
de pequeñas y activas bibliotecas, bien abastecidas con criterio de calidad,
atentas a los requerimientos de los usuarios, que prestan libros para llevar al hogar, tejen
firmes vínculos con los centros de enseñanza y la comunidad, crean lectoras y
lectores, ofrecen el espacio idóneo para talleres literarios y círculos de
lectura, llevan a cabo programas regulares de actividades; en suma, encarnan el
corazón de la vida cultural comunitaria. Y, desde luego, influyen la calidad de
la educación, puesto que esta conlleva a aprender a leer de verdad, aprender a
buscar la verdad, aprender a pensar.
IV. A MODO DE CONCLUSIÓN
Les cuento que no escribo para fijar un estilo.
Carezco de astucia. Carezco de estrategias de caza. No me capturan las modas
literarias. Creo que la escritura está provista de una raíz
orgánica. Pero es mucho más que eso. Patentiza un proceso inacabable de
conocimiento (del mundo y de la condición humana) y de autoconocimiento. Se
eleva, erigiendo una amorosa autonomía. Incita a
seguir haciendo visible lo invisible. A conquistar sentido de vida.
Con mi familia, con los amigos y amigas entrañables, de
este país y el extranjero, y con la gracia de Dios, continuaré este viaje de imaginar,
amar y crear. Y, ante ustedes, expreso que con el galardón que hoy recibo, mi
compromiso con las letras, con mi pueblo y mi época, no ha hace más que
acrecentarse.
Amigas y amigos míos, escribir es un acto de
felicidad. De excepcional felicidad. Ser premiada por ello, alcanza el grado de
bendición.
Ángela Hernández Núñez
Palacio de Bellas Artes, Santo Domingo, 16 febrero
2016